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Tribuna

Un equilibrio de autoritarios

Podría decirse que el mundo no está al borde del caos, sino de un nuevo orden. Uno que no necesita declarar su ideología porque se expresa en gestos, omisiones y pactos implícitos

Un equilibrio de autoritariosRaúl

Romano Prodi no es un incendiario, ni mucho menos. Tampoco un nostálgico del poder. Pero cuando el ex primer ministro italiano y expresidente de la Comisión Europea habla, conviene escuchar. Esta semana, en una entrevista a «La Stampa», soltó una frase que quedó flotando como advertencia de otra época que asoma: «Vamos hacia un equilibrio de autoritarismos que podrá dar también una estabilidad al mundo. Pero será una estabilidad terrible porque tiene en cuenta solo a quienes tienen el poder, no a los pueblos».

El concepto es potente. Peligrosamente actual. Porque invierte la narrativa clásica impuesta desde la Guerra Fría: que el equilibrio geopolítico se sostiene entre democracias. Pero lo que describe Prodi es otra cosa. Una escena en la que los liderazgos más autoritarios, lejos de estorbarse, se complementan. O al menos se entienden. Porque tienen algo en común: no se deben a las reglas de la opinión pública. O las manipulan. O las atemorizan hasta que callen.

Esta semana, por ejemplo, Donald Trump protagoniza una ofensiva quirúrgicamente teatral contra tres centrales nucleares iraníes. Lo acompaña una aparente tensión con Netanyahu, su aliado de hierro. Como si el guion exigiera una disputa interna para que el desenlace parezca espontáneo. El objetivo: desvanecer las capacidades atómicas iraníes y, por consiguiente, provocar un «MIGA» –Make Iran Great Again–, insinuando que con una presión bien calculada, el régimen teocrático podría desmoronarse desde dentro. Pero la escena siguiente da un giro inquietante: Irán responde atacando una base estadounidense en Qatar, aunque antes, cuidadosamente, le avisa a Washington. Una represalia medida. Nada se desmadra. Todo vuelve a su lugar.

La pregunta inevitable: ¿estaba coreografiado? Porque lo cierto es que Trump, Netanyahu y Jamenei emergen intactos, como si hubieran pactado los roles en un ensayo previo. Nadie sabe con certeza el daño causado en las centrales, ni si parte del uranio enriquecido fuera a ser trasladado para ser entregado a Putin, presunto garante de conservarlo. Una hoja de ruta que habría sido pactada con Trump para «apaciguar» al mundo. El intercambio implícito: Irán le entrega su uranio a Moscú, y Washington no se entromete en su interna. A fin de cuentas, Irán es socio del Kremlin.

Mientras tanto, los misiles llueven sobre Ucrania. En medio del ruido de esta distracción –¿acordada?–, el ejército ruso avanza, aprovechando un verano que probablemente le permita cumplir gran parte de sus objetivos de invasión. Trump declara que no tiene sistemas antiaéreos para frenar los drones y misiles rusos. Y así, Zelenski –y el cielo de Ucrania– quedan en manos de Dios. Con Rusia, el libreto sigue. Trump se muestra mucho más propenso a equilibrarse con Putin que con Bruselas. Su discurso frente a la invasión rusa a Ucrania lo delata: menos condena y más guiño de entendimiento. No por amor a la paz, sino por desprecio al proyecto europeo u occidental liberal. Como si Moscú ofreciera una narrativa más útil.

Y mientras con los «malos» se muestra dispuesto al entendimiento, con los «buenos» se hace el duro. En su visita a La Haya, es anticipado por un Mark Rutte, jefe de la organización atlántica, con una carta con la capitulación europea: aceptar elevar el gasto en defensa al 5% del PIB. Una cifra que, aunque pueda parecer una muestra de responsabilidad –que Europa pague su propia protección–, escondería una exigencia clara: que esos miles de millones no sirvan para fortalecer una autonomía estratégica europea, sino más bien que vayan directo a un único proveedor: Washington. La OTAN como mercado cautivo.

Para completar, con China, otra escena: pragmatismo crudo disfrazado de firmeza. Trump agitaba hasta hace nada la guerra comercial, pero no cruza líneas si eso implica quedarse sin tierras raras para su industria militar. Con Xi hay tensiones, sí, pero también concesiones. El enemigo simbólico sirve, pero no se lo combate de verdad.

Lo inquietante es que todos estos hechos, que parecerían desconectados, terminan encajando. No por un diseño maestro, sino porque el rumbo se reconoce en los trazos. Cada provocación tiene su eco, cada amenaza su medida, cada líder su espejo. No hay plan, pero sí una lógica compartida. Lo que Prodi llamaba un «equilibrio de autoritarismos».

Se consolida así una narrativa que gira en torno a una ficción de estabilidad. No una nacida del consenso, sino de una coreografía de silencios, alianzas tácitas y conveniencias cruzadas. La lógica es clara: los autoritarios se entienden mejor entre ellos que con las democracias. ¿Por qué? Porque ninguno quiere que lo molesten. La paradoja es que esta tendencia crece mientras el discurso democrático se atomiza. El faccionalismo identitario, que la politóloga Barbara Walter describe en su libro «Cómo empieza una guerra civil» como uno de los ingredientes centrales en la descomposición institucional, se convierte en el idioma dominante. Ya no hay centro que articule, sino extremos que rivalizan. Y la facción que gana es la de los nacionalismos del tipo Trump, Bukele, Erdogan, Orbán, Putin, Xi, Modi, que cobran sentido exacerbando las condiciones necesarias para que los estallidos de la violencia política se multipliquen en todas partes.

Podría decirse que el mundo no está al borde del caos, sino de un nuevo orden. Uno que no necesita declarar su ideología porque se expresa en gestos, omisiones y pactos implícitos. Trump no busca el control nuclear, necesita un status quo que no le entorpezca sus negocios en Oriente Medio. Putin no necesita ganar una guerra: le alcanza con que dejen sola a Ucrania para no desmoronar sus planes. Y Xi no necesita invadir Taiwán si puede negociar minerales y vender sus «chucherías» en otros mercados.

Prodi, con su tono calmo, lo dijo mejor: la estabilidad que se viene puede ser real, pero terrible. Porque no será para todos. Solo para quienes mandan. Y –si se me permite agregar– tampoco sabemos por cuánto tiempo.

Juan Dillon.Periodista y analista en temas internacionales.