Biblioteca Harley-Davidson

Groserías antañonas

La pobreza de formas de Rubiales me trae a la mente los primeros chiringuitos playeros que les ofrecimos a los turistas tras el desarrollismo

Oh, por supuesto, no lo duden. Sucumbiré esta semana, como todos, a tratar el tema de moda: el caso Rubiales. Pero voy a intentar hacerlo desde una perspectiva alejada de las que circulan. Y es que el significado que veo en el asunto es la ruptura del último cordón umbilical que quedaba como residuo con aquella España del siglo veinte donde la inevitable grosería de lo pobre se quería justificar como naturalidad.

La pobreza de formas de Rubiales me trae a la mente los primeros chiringuitos playeros que les ofrecimos a los turistas tras el desarrollismo. Uno pedía en ellos un plato combinado con merluza rebozada y terminaba pensando a la vista del cadáver: ¿realmente un noble ejemplar de la familia de los peces gadiformes ha entregado su vida para acabar de tan triste manera? La única cosa que encontré siempre en aquellos viejos chiringuitos que se podía deglutir era únicamente el azúcar de sobre. Lo recordarán los españoles que, como yo, hayan conocido por edad el siglo veinte. Estoy hablando de una época en la que el mango y el aguacate todavía se consideraban aquí exóticos.

Por un momento, a raíz de sus conversaciones publicadas con Gerard Piqué, llegué a pensar que todo ese mundo de pobreza de formas iba a hacer el link (ominoso y lamentable) con el nuevo mundo de cafés de internet, tiendas Apple y centros Bang & Olufsen. Pero no. El siglo veintiuno conocerá su propia grosería española, pero ya no será esa. Hay consenso general en que preferimos otra. Quizá será la de los labios fruncidos de Irene Montero (inferiores o superiores, cada cual que elija lo que más rabia le dé). No lo sé.

Lo cierto es que la dimisión de Rubiales ha de ser obvia. Estaba en un cargo de cara al público y ha demostrado incapacidad para comportarse en público. No queremos atravesar un umbral del tiempo y volver a esas rudimentarias eras.