Consejos vendo

Madrileños

Seguimos sin encontrar la manera de mantener una relación sana entre el turismo como principal actividad económica y sus efectos entre las poblaciones que lo reciben. Pero podríamos empezar por cambiar el turismo de masas por el de personas

El verano me mata, menos mal que ya he vuelto a trabajar. Además, ser de mi ciudad en vacaciones está mal visto otra vez. Todo se ha precipitado por el mensaje de un bar de Oleiros (A Coruña) que anunció su cierre durante diez días porque decían estar «hartos de los madrileños» y se declaraban cansados de los niños, para los que se pide una jarra de agua y cinco vasos. Se ve que en este establecimiento prefieren que los niños traseguen orujo de hierbas. Hay que ser mezquino para señalar colectivamente a «los madrileños» como el chabacano extranjero y creerte tú el colmo de la educación pero, eso sí, negarte a servir agua en tu bar para los pequeños. ¿Quieren cerrar? Pocos días me parecen. Este hecho ha desembocado en un animado debate en redes sobre la calidad humana de mis convecinos, seguramente los más hospitalarios de la Península Ibérica, en el que me niego a participar. El madrileño tiene prisa y a veces mal genio –preparen la guillotina para mí el primero–, que algunos toman por prepotencia. Pero quien generaliza se autocalifica. En el otro lado de la barra, tampoco falta el desatino: las redes arden con un vídeo de clientes que se creen con derecho a reverencia. «He gastado 200 euros y, como me han cobrado el café que he pedido para terminar, no dejo propina» –y de 50 euros, decía el fanfarrón–, era el razonamiento de un veraneante imberbe que se soñaba marqués de cantimpalo. Cada vez que el debate sobre el turismo aparece en una conversación, alguien dice: «Es que viven de eso, que no se quejen». Bueno, algunos o incluso muchos, en estos lugares de veraneo, no, en absoluto viven de ello, pero es que, aunque fuera su único sustento, no es coartada para confirmar que te educaron dentro de un establo. El turismo es un sistema perverso para el que viaja, que desconecta unos días en un lugar que apenas le importa antes de volver a la jaula, y también para el que recibe oleadas, por semanas o quincenas, de personas que solo piensan en sí mismas (es difícil que sea de otra manera en vacaciones). Suena a consigna repipi, pero quizá deberíamos no ser turistas, sino viajeros, y eso implica unas normas. Aceptarás las costumbres locales. No entorpecerás la vida de quienes te acogen. Tratarás con educación a quien te encuentres en el camino. No es difícil. El debate está abierto. Seguimos sin encontrar la manera de mantener una relación sana entre el turismo como principal actividad económica y sus efectos entre las poblaciones que lo reciben. Pero podríamos empezar por cambiar el turismo de masas por el de personas. Quizá lo logremos.