Con su permiso

Es más España

En la casa de la Soberanía Popular la imposición se transforma en derecho y el argumento victimista nacionalista se deshace como un azucarillo en el agua tibia

Congreso lenguas
Congreso lenguasIlustraciónPlatón

Lorenzo ha estado todo el día trabajando en Galicia cuando en el aeropuerto de Santiago se entera de que en el Congreso de los Diputados se podrán hablar de manera formal y permanente, las cuatro lenguas oficiales que reconoce la Constitución Española: castellano, catalán, vasco y gallego. Lo desbroza en las redes sociales entre la espinosa maraña de réplicas y contrarréplicas, insultos y parabienes, descalificaciones o aplausos que provoca la decisión formalmente anunciada por la nueva presidenta, la socialista Francine Armengol. Extrae Lorenzo de entre la tumultuosa corriente del debate –epidérmico, como todos los que se disputan en las redes sociales– comentarios y juicios que colocan la decisión en el estante oscuro de las inaceptables concesiones o las renuncias a una integridad lingüística única e inalterable. También aplausos encendidos y elogios sin medida desde el otro lado del péndulo, reflejo del contento de quienes hacen de la lengua su ariete para el ataque al adversario, o el cimiento argumental de su victimismo.

Pero considera Lorenzo que no es ni lo uno ni lo otro.

Hoy ha disfrutado escuchando hablar gallego a sus interlocutores. Y, como siempre que viaja por España, por esa en la que se hablan otras lenguas y se tienen costumbres y se celebran ritos singulares, ha deseado conocerlo para entenderse y poder conversar. Le pasa en Galicia, más cercana por su origen asturiano; pero también lo experimenta en el País Vasco cuando disfruta de la áspera y rítmica musicalidad del euskera, hermoso y antiguo, o en Cataluña, ante esa sonora pulcritud de una lengua que le evoca los viejos romanceros del sur de Europa. Piensa Lorenzo que un español culto, en la vieja idea clásica y universal de la cultura, debería hablar todos los idiomas España, como los sabios de antaño dominaban las ciencias conocidas.

Echa un vistazo a la Constitución. Su artículo tres sólo reconoce el derecho a utilizar el castellano como lengua oficial del Estado, y fija que las demás son «también oficiales» en sus respectivos territorios. Pero en su tercer punto dice textualmente que «la riqueza de las distintas modalidades lingüísticas de España es un patrimonio cultural que será objeto de especial respeto y protección». O sea, es riqueza, es nuestra, está puesta en valor como tal en la Constitución, y, además, ésta compromete a todos en respetarla y protegerla. ¿No es eso lo que se está haciendo con el anuncio del jueves?

Hay quien piensa que no, evidentemente. Y está en su derecho. Sobre todo, porque la decisión tiene toda la pinta de ser una concesión política a los nacionalismos de mayor o menor furor separatista para alcanzar el éxito en los primeros acuerdos políticos que buscarán armar una futura estructura de gobierno «Frankenstein». Pero incluso aceptando que eso es así, le resulta a Lorenzo evidente que más que un privilegio arrancado al centralismo del Estado español por los independentistas, es un refuerzo del Estado español como estructura abierta, respetuosa y culturalmente libre. Ese Estado opresor que me priva de mis derechos, entre ellos los culturales, abre sus más altas puertas a que las distintas lenguas, expresión de esas culturas, se utilicen libre y oficialmente. Quienes identifican automáticamente lengua y nación lo van a tener más difícil para seguir chapoteando en el victimismo. ¿Es eso una victoria del independentismo disgregador? Si quieren presentarlo así, perfecto. Pero objetivamente supone un refuerzo del Estado al que supuestamente combaten. Y hecho, además, con las propias armas que utilizan contra él. ¿Quieres hablar tu idioma? ¿Con tanto deseo de recuperación y salvaguarda que en tu tierra llegas a imponerlo? Pues bien, aquí, en la casa de la Soberanía Popular la imposición se transforma en derecho y tu argumento victimista se deshace como un azucarillo en el agua tibia.

Quizá, discurre Lorenzo, el problema es la secuencia de la representación política en que tiene lugar este episodio. Porque estamos en el momento en la escena previa al clímax de la formación de gobierno. Y entre todo lo que se habla, se sabe, se inventa o se especula sobre los precios de los acuerdos, el que surja algo que afecta a cuestión tan sensible como la lengua, llega a desenfocarlo tanto como para que cobre más importancia la causa que el efecto. Pesa más que vaya a ser un reflejo de lo que ya manda un tipo tan carente de escrúpulos morales y políticos como Puigdemont, que su condición objetiva de acuerdo positivo y enriquecedor de lo que supone cultural y socialmente la España reconocida en la Constitución. Duele que la torpeza indepe lo considere un logro político, más que su verdad de ventana abierta a la riqueza de nuestro país.

Es España quien gana, no quienes pretenden alejarse de ella. Pero casi nadie lo está presentando así.

Se le antoja a Lorenzo que en el fondo no es sino un reflejo más de la frívola falta de consistencia de la política, su gente y sus discursos. De que el debate puede llegar a situarse en lo superficial en vez de ahondar en lo esencial. Sólo así se explica que ante un paso en positivo para el avance de la España constitucional, los separatistas lo celebren como victoria y los constitucionalistas lamenten que éstos avanzan en su camino.