Los puntos sobre las íes
Hasta las narices de Santa Almudena Grandes
En la izquierda, todos a una promovieron su santificación endosando su nombre a toda suerte de edificios públicos
De toda la vida de Dios he sido pelín descreído con los santos, básicamente, porque la Iglesia ha otorgado tal condición a algún que otro capullo con pintas. No menos cierto resulta que la inmensa mayoría de canonizados responde al rol de personaje cuya integridad moral es incontrovertible, de San Francisco de Asís a Teresa de Ávila o, avanzando más en el calendario, de Edith Stein a Maximiliano Kolbe. Santos los hay religiosos y laicos. Para pertenecer a este último elenco en España has de reunir dos condiciones inseparables: ser más de izquierdas que Lenin y andar escasito de parámetros morales. Y, en consecuencia, ser más bestia en tu sectarismo que todos tus congéneres juntos. Lo cual es llamativo porque el listón está altito. Almudena Grandes es la última gran santa laica del pensamiento único patrio contemporáneo. Fue una buena escritora pero no la genio de la literatura que nos pinta el retroprogresismo imperante. Al punto que, como tantos y tantos artistas, de su prolija creación únicamente cabe destacar un hito. Es lo que en la jerga estadounidense, especialmente en la musical, se denomina one hit wonder. Es decir, aquellos intelectuales que pasaron a la historia por un cuadro fuera de serie, por una canción que se convirtió en un himno o por una de esas novelas que no te cansas de releer. Gente que vivió de las rentas porque jamás reeditó, ni de lejos, el nivel de su obra maestra. En el caso que nos ocupa, tan cierto es que Las Edades de Lulú es sublime como que el resto de sus novelas no pasa de ser desecho de tienta.
Su muerte va a hacer ahora dos años demostró que la izquierda actúa como un solo hombre, una sola mujer, cuando se trata de defender a uno de los suyos y especialmente cuando le sobreviene la maldita parca. Todos a una promovieron su santificación endosando su nombre a toda suerte de edificios públicos, la Estación de Atocha por ejemplo, la distinguieron a título póstumo hasta en el último pueblo de la más recóndita comarca y ajusticiaron sumarísimamente a todo aquel que osó cuestionar el proceso. Una de las víctimas del linchamiento izquierdista fue Almeida cuando, en una entrevista con Vicente Gil, opinó que la escritora «no se merece ser hija predilecta de Madrid». Le cayó la mundial. Pero tenía toda la razón. Fuera buena, mala o mediocre literata –para gustos, los colores– una cosa está clara más allá de toda duda razonable: era el antiejemplo ético y moral. Recuerdo que esta presunta feminista protagonizó una repugnante apología de la violación: «¿Imaginan el goce que sentirían las monjas [en la Guerra Civil] al caer en manos de una patrulla de milicianos, jóvenes, armados –mmm– y sudorosos?». Una frase más propia de cualquiera de los depredadores puestos en libertad por Irene Montero que de alguien moralmente intachable. Como igualmente abyecta resultó otra para la antología del fascismo: «Fusilaría a tres periodistas que me sacan de quicio». ¿Imaginan que esto lo hubiera vomitado un artista o un político de derechas? Su muerte civil sería un hecho, amén de tener que mudarse a Australia como muy cerca. Como quiera que detesto el doble rasero, aplaudo el gesto del sensato presidente de La Rioja, Gonzalo Capellán, que por consejero de Cultura interpuesto ha iniciado el proceso para retirar el nombre de Almudena Grandes a la gran biblioteca de la comunidad autónoma. Una persona que se alegra de las violaciones de mujeres y que defiende la pena de muerte para quienes no piensan como ella no se merece semejante honor sino más bien nuestro repudio.
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