Insensateces

Pichón

Siempre se hablaba de Marcos, de lo bien que jugaba Marcos, de la poca ostentación que hacía Marcos de lo bien que jugaba Marcos

Se ha muerto Marcos Alonso Peña, el amor platónico de una jovencita de Albacete, educada desde los cinco años divinamente en su religión colchonera, número dos de la Peña Infantil del Atlético de Madrid de su ciudad. Esa chiquilla, a la que su padre le inoculó hasta el tuétano la pasión por aquellas rayas en rojo y blanco, estaba hasta las trancas por aquel jugador con pelazo, con flequillazo de los flequillos de antes, de esos sin preparar. Tal y como daba la mata llevaba el flequillo. Los años que estuvo en el Atleti, esa muchacha guardaba escrupulosamente todos los fines de semana las ediciones del Marca y del As en el último cajón de su habitación. Porque siempre se hablaba de Marcos, de lo bien que jugaba Marcos, de la poca ostentación que hacía Marcos de lo bien que jugaba Marcos. Hasta que un día, el Atleti vino a jugar a Albacete. Y esa rolliza local, portando su cámara de fotos, se fue a la salida del Carlos Belmonte a inmortalizarse con sus ídolos. Entonces las fotos eran las que dictaba tu carrete, así que ella fue agotándolas hasta que sólo le quedó una. Y Marcos Alonso sin salir. De pronto se abrió la puerta. Y apareció Miguel Ángel Ruiz, magnífico central. Y yo me fui a por Ruiz, olvidándome de que únicamente me quedaba una foto. Y cuando ya estábamos posando, me vino de pronto otra vez esa única puta foto que me quedaba. «Lo siento –le dije a Miguel Ángel– pero es que la estoy guardando para Marcos. No me la puedo hacer contigo». Y esperé a mi ídolo, que salió el último, y efectivamente, hubo foto. Pero aquel recuerdo del feo que le hice a Ruiz lo tuve ahí, siempre, agazapado. Hasta que sucedió. En su infinita misericordia, el Señor me lo ha puesto de vecino. En el portal de enfrente. Así que, al día siguiente de la final de Milán, lo vi al fondo de la calle, con su chándal del Atleti. Y yo había salido a comprar el pan con mi camiseta de Torres. Le abordé, le conté la historia, me disculpé y ahora nos saludamos en el supermercado por nuestros nombres. Hasta esa jugada le salió bien a Marcos. Buen viaje, Pichón.