Tribuna
Lo que aprendí en el oráculo de Amón
Cuando Alejandro llegó, las habladurías de la época aseguraban que el templo daba cobijo a un poderoso oráculo
Aquella noche iba a dormir fatal. Mi amigo Robert y yo habíamos llegado al oasis de Siwa hacía solo unas horas y no teníamos hotel. Tampoco hubiera servido de mucho reservar uno. Hace veinticinco años, el turismo todavía no había contaminado aquel palmeral perdido en la frontera de Egipto y Libia. En aquel mar de arena costaba encontrar incluso una gasolinera para nuestro Bucéfalo, como llamábamos al viejo Mercedes de Robert. Pero los dos estábamos tan entusiasmados con la idea de visitar al alba el mítico oráculo en el que Alejandro Magno había escuchado la voz del dios Amón, que el único «hotel» del lugar nos pareció bien. Lo entrecomillo porque aquel establecimiento era una ruina de habitaciones sin cristales en las ventanas, ni puertas con llave, ni baño, ni luz eléctrica… ¡ni camas! Por un dólar, el propietario te guiaba hasta un cuartucho vacío, te prestaba una esterilla y te advertía que el judío de la habitación de al lado había enloquecido después de pasar semanas comiendo dátiles. «Menos mal que pagó por adelantado: sesenta dólares por dos meses… con derecho a desayuno», masculló.
Robert era Robert Bauval, un ingeniero de padres belgas nacido en Alejandría que, en 1994, revolucionó a los egiptólogos con una teoría sobre el sentido último de las pirámides de Giza. Según él, esos monumentos que habíamos dejado ochocientos kilómetros atrás, se levantaron para imitar tres estrellas del firmamento nocturno muy particulares: las del cinturón de Orión. «Esta noche te las mostraré», prometió. Para los faraones, aquella región del cielo era el Amenti o la puerta al reino de los muertos, y tenía todo el sentido que la imitaran en piedra. «Por estas cosas, los viajeros que visitaban Egipto en la antigüedad creían que aquí existía un vínculo especial con la muerte. Y Alejandro vino a descubrirlo», me dijo.
A las cuatro de la madrugada, Robert me despertó. La esterilla se me había clavado en la espalda y me costó incorporarme. En silencio, como si fuéramos ladrones de tumbas, abandonamos el «hotel» y salimos al exterior. Qué impresión. En aquella noche sin luna, sobre una bóveda de obsidiana, miles de estrellas refulgían como nunca había visto. El oasis estaba a oscuras, en silencio, y a pie nos encaminamos hasta la aldea de Arghumi para explorar el lugar que Robert deseaba mostrarme. Sorteando las tinieblas, me contó al fin lo que le sucedió a Alejandro en aquella trocha. En el 332 a.C., el macedonio más famoso de la Historia tenía solo 25 años y atesoraba más títulos que ningún conquistador anterior. El Basileo de Macedonia, el Hegemón de la Liga Helénica, el Shahansha de Persia y Rey de Asia ya tenía al país del Nilo bajo control, y aún así pidió a su ejército que lo escoltase hasta aquel oasis sin valor estratégico alguno, donde desde hacía doscientos años se levantaba un templo dedicado a Amón. Debió hacerlo con cierto temor, porque décadas antes el caudillo aqueménida Cambises había perdido un ejército de 50.000 hombres camino de Siwa, como si se lo hubiera tragado el desierto. Cuando Alejandro llegó, las habladurías de la época aseguraban que el templo daba cobijo a un poderoso oráculo. Robert no sabía muy bien –tampoco los historiadores que consulté más tarde– por qué había viajado hasta allí con la idea de que él era el hijo de Amón. Quizá alguien lo llamó por error O Paidion (el hijo) en vez de O Paidios (un hijo) y el Magno se vino arriba. El caso es que escaló la misma rampa que nosotros y, tras presentarse al sacerdote encargado de los cultos, formuló a solas su pregunta al oráculo. «Y algo tuvo que pasarle», me susurra Robert al alcanzar la explanada del templo, «porque después de aquella cita, Alejandro salió radiante de aquí, mandó que lo representaran en monedas y frisos con cuernos de carnero, uno de los atributos de Amón, y exigió que lo tratasen como a un dios».
«Entonces, ¿fue una impostura? ¿Alejandro hizo ese viaje solo para ganar prestigio?», le pregunto. Y Robert, al que bañaban ya los primeros rayos del amanecer, me respondió con una de las reflexiones más lúcidas sobre la política que he oído jamás. «Amigo mío: la cumbre en la que se instalan los poderosos es muy solitaria y, con frecuencia, los empuja a buscar en lo sobrenatural una justificación, una legitimación, que acalle las ambiciones de los que caminan por detrás. Los faraones, en época de las pirámides, se erigieron en guardianes de la puerta al más allá y permanecieron; Alejandro buscó en un viejo dios local una consanguineidad que lo legitimase en Egipto, y se quedó. Cada uno usó sus trucos y hoy, herederos como somos de ese pasado, no faltan tampoco los que van en busca de atributos parecidos para no moverse del poder…».
Yo entonces era aún muy joven y no le presté demasiada atención. No me interesaba la política, solo lo mágico. Pero después de dar varias vueltas al mundo y conocer a algunos modernos aspirantes a Alejandro, me doy cuenta de que Robert tenía razón. La política es un buen hábitat para los mesías. Quizá por eso planeo regresar pronto al viejo oráculo. Esta vez lo haré con los oídos muy abiertos… por si el viejo dios decide contarme algo más de esos trucos. Quién sabe. Igual hasta me ayuda a elegir mejor mi voto la próxima vez y a huir de los redentores.
Javier Sierraes escritor y premio Planeta de novela.
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