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Tribuna

La sustancia epicúrea en las «Vidas» de Diógenes Laercio

Al final de la antigüedad un simpático erudito de nombre Diógenes Laercio se convirtió en el último gran Apóstol del epicureísmo

Aunque lo que más nos ha llegado es su aproximación ética, la de Epicuro era una filosofía sistemática que presentaba una amplia síntesis de pensadores anteriores: desde los atomistas en cuanto a la física, al hedonismo cirenaico, el empirismo aristotélico o la imperturbabilidad escéptica. Como quiera que sea, su ética y su física dejaron una huella indeleble en la antigüedad. Sus escritos estaban concebidos, como más tarde los de algunos estoicos, como manual de urgencia para nuestro caos cotidiano y exhortación a la filosofía como única salvación del ser humano. Larga es la sombra de Epicuro a través de toda la antigüedad. El filósofo que predicó la necesidad de usar el pensamiento como medicina en un mundo caótico y alienado, en la creencia de que solo esto podría procurar una vida feliz y a salvo de toda dolencia del alma, tuvo muy fieles secuaces a lo largo y ancho del mundo grecorromano, desde Lucrecio a Diógenes Laercio.

Epicuro nunca quiso gustar a nadie, consciente de la radicalidad de sus propuestas («jamás pretendí agradar a la muchedumbre», fr. 187 Usener), pues predicaba una autarquía ajena a lo que las convenciones sociales dictaban, porque «quien presta atención a la naturaleza y no a las vanas opiniones es autosuficiente en cualquier circunstancia. Pues en relación a lo que por naturaleza es suficiente toda adquisición es riqueza, pero en relación a los deseos ilimitados la mayor riqueza es pobreza» (fr. 202 Us.). El control de los deseos y las opiniones comunes –de lo que creemos que es bueno para nosotros por presión social pero en verdad no lo es– lo hermana con otras escuelas helenísticas, como estoicos y cínicos. También era común a ellas su rechazo por las convenciones educativas, aparte de las sociales: Epicuro creía que la educación de su tiempo andaba totalmente errada, porque no tendía a la finalidad natural del ser humano, que es una serena felicidad en el placer. Buscaba, por tanto, una aproximación alternativa a la cultura.

Pero quiero llamar la atención sobre uno de los más felices y últimos epígonos que leyeron su magna obra –escribió muchísimo, cerca de 400 rollos de papiro–, antes de que la mala suerte proverbial de esta escuela y sus propuestas (quizá algo escandalosas para los biempensantes de su tiempo) provocaran la destrucción de casi toda su obra, salvo una decena de páginas. Su materialismo, su defensa del placer y su posición contraria a la religión le hicieron muy mal visto por las autoridades grecorromanas, influidas por platónicos y estoicos, y luego por las cristianas. Dos ejemplos de asertos sobre el placer (me temo que sacados de contexto y sin comentario por razón de espacio): «escupo sobre lo bello moral y sobre los que vanamente lo admiran cuando no produce ningún placer» (fr. 512 Us.), «debemos apreciar lo bello, las virtudes y las cosas por el estilo si producen placer; pero, si no, mandarlas a paseo» (fr. 70 Us.).

Al final de la antigüedad un simpático erudito de nombre Diógenes Laercio se convirtió en el último gran Apóstol del epicureísmo. Curioso impenitente, manejó una enorme biblioteca (que hoy nos encantaría tener) y fue hilando a lo largo de los diez libros de papiro de sus «Vidas y opiniones de los filósofos ilustres» todas las tradiciones sobre los sistemas y las cronologías, las obras y las biografías y, sobre todo, la personalidad y las anécdotas de los más grandes pensadores de la antigüedad. Seguramente Diógenes vivió ya en una época marcada por el ascenso del cristianismo, en pleno siglo III, o incluso algo más adelante. Nada sabemos de su vida: lo único a ciencia cierta es que era un devoto de Epicuro, con el que elige concluir su magna obra, que suponen un claro y útil resumen de las doctrinas de cada escuela de pensamiento (lo que se llama doxografía). En un orden no cronológico, sino sistemático, Diógenes traza un gran árbol genealógico de la filosofía antigua en dos grandes ramas, una que remonta a Tales (y que pasa por Aristóteles) y otra que inicia en Pitágoras (y desemboca en Platón): de ahí en adelante va desgranando cada escuela filosófica desde los llamados presocráticos hasta las escuelas helenísticas.

En todo caso, salta a la vista la enorme simpatía que siente por su maestro espiritual Epicuro. Gracias a este Diógenes tenemos parte de sus escritos originales, una parte mínima desde luego, pero vital (las Cartas a Meneceo, Heródoto, las Máximas, etc.), porque casi todo, como se ha dicho, se perdió en las arenas del tiempo. Pero este sabio tardío nos recuerda la larga vigencia de Epicuro en la cultura libresca, en una línea interrumpida que, antes de él, pasó por Lucrecio y Horacio, y luego irá a parar a Montaigne y los enciclopedistas. Más tarde, aunque Hegel lo desprecia, Marx y Nietzsche reivindican a Epicuro. Curiosamente, Nietzsche llegó a firmar alguna carta amistosa como «Hijo de Laercio» y le dedicó algún estudio… En fin, no dejen de leer el magnífico anecdotario de este Diógenes, uno de los dos grandes evangelistas del epicureísmo del mismo nombre. Encontrarán una suerte de catálogo imprescindible de vidas y hechos curiosos de nuestros queridos y entrañables filósofos. Tienen, por cierto y entre otras, la magnífica traducción castellana de García Gual en Alianza bolsillo para tenerla a mano este verano.

David Hernández de la Fuente. Escritor y Catedrático de Filología Griega en la UCM