Religión
Volver a casa
Textos de oración ofrecidos por el sacerdote – vicario parroquial de la parroquia de Santa Ángela de la Cruz, Madrid
Lectio divina para este IV domingo de Cuaresma
Con la parábola del Padre Misericordioso llegamos al centro luminoso de todo el evangelio. Desde Adán hasta Jesús, toda la historia de la salvación se ha ido desarrollando para llegar hasta aquí, donde se nos revela plenamente quién es Dios y quiénes somos nosotros. Tomemos un momento de intimidad con Dios para meditar estas palabras, siempre nuevas y renovadoras:
«En aquel tiempo, solían acercarse a Jesús todos los publicanos y los pecadores a escucharlo. Y los fariseos y los escribas murmuraban diciendo: “Ese acoge a los pecadores y come con ellos”. Jesús les dijo esta parábola. “Un hombre tenía dos hijos; el menor de ellos dijo a su padre: ‘Padre, dame la parte que me toca de la fortuna’. El padre les repartió los bienes. No muchos días después, el hijo menor, juntando todo lo suyo, se marchó a un país lejano, y allí derrochó su fortuna viviendo perdidamente. Cuando lo había gastado todo, vino por aquella tierra un hambre terrible, y empezó él a pasar necesidad. Fue entonces y se contrató con uno de los ciudadanos de aquel país, que lo mandó a sus campos a guardar cerdos. Deseaba saciarse de las algarrobas que comían los cerdos, pero nadie le daba nada. Recapacitando entonces, se dijo: ‘Cuántos jornaleros de mi padre tienen abundancia de pan, mientras yo aquí me muero de hambre. Me levantaré, me pondré en camino adonde está mi padre, y le diré: Padre, he pecado contra el cielo y contra ti; ya no merezco llamarme hijo tuyo: trátame como a uno de tus jornaleros’. Se levantó y vino a donde estaba su padre; cuando todavía estaba lejos, su padre lo vio y se le conmovieron las entrañas; y, echando a correr, se le echó al cuello y lo cubrió de besos. Su hijo le dijo: ‘Padre, he pecado contra el cielo y contra ti; ya no merezco llamarme hijo tuyo’. Pero el padre dijo a sus criados: ‘Sacad en seguida la mejor túnica y vestídsela; ponedle un anillo en la mano y sandalias en los pies; traed el ternero cebado y sacrificadlo; comamos y celebremos un banquete, porque este hijo mío estaba muerto y ha revivido; estaba perdido, y lo hemos encontrado’. Y empezaron a celebrar el banquete. Su hijo mayor estaba en el campo. Cuando al volver se acercaba a la casa, oyó la música y la danza, y llamando a uno de los criados, le preguntó qué era aquello. Este le contestó: ‘Ha vuelto tu hermano; y tu padre ha sacrificado el ternero cebado, porque lo ha recobrado con salud’.
Él se indignó y no quería entrar; pero su padre salió e intentaba persuadirlo. Entonces él respondió a su padre: ‘Mira: en tantos años como te sirvo, sin desobedecer nunca una orden tuya, a mí nunca me has dado un cabrito para tener un banquete con mis amigos; en cambio, cuando ha venido ese hijo tuyo que se ha comido tus bienes con malas mujeres, le matas el ternero cebado’.El padre le dijo: ‘Hijo, tú estás siempre conmigo, y todo lo mío es tuyo; pero era preciso celebrar un banquete y alegrarse, porque este hermano tuyo estaba muerto y ha revivido; estaba perdido, y lo hemos encontrado’.» (Lucas 15, 1-3.11-32)
Dios es el padre humilde, valiente y misericordioso que aparece en estas líneas. Por amor se pone por debajo de sus dos hijos, respetando su libertad y manteniendo su corazón abierto para acogerles en su alegría y bondad. No les juzga ni condena, no les coarta ni detiene sus pasos. Les espera, se arriesga a ser rechazado en su amor y, sobre todo, no deja de tener abiertas las puertas de su casa hasta que reconozcan plenamente su dignidad de hijos. Cada uno debe ahora dar el paso de convertirse en qué idea tiene acerca de su padre para descubrir su propia verdad.
En un silencio de adoración, hago el vacío de cualquier imagen errada que pueda tener sobre Dios -policía, juez, verdugo, ser lejano y desinteresado-. Luego le pido la gracia de contemplarle como realmente ES.
El hijo menor somos cada uno de nosotros cuando le damos la espalda a Dios y pretendemos arrancarle lo que ya Él nos ha ofrecido: Nuestra libertad. Pero aun así, Él vuelve a darnos lo que queremos arrebatar, y hasta más, dejando que nos aventuremos lejos de su presencia. Porque sabe que su amor tiene una fuerza mayor que por sí sola nos hará volver. Nos deja marchar y espera.
Lejos de Él lo perdemos todo. Fuera de su amor solo nos depara la ruina, la impotencia y la oscuridad. El mero instinto por sobrevivir nos mueve a volver a casa, incluso por un interés egoísta. Entonces emprendemos el camino de vuelta tan atribulados por lo que hemos hecho que creemos merecer la humillación y ser tratados como esclavos. Cuando ya avistamos la casa paterna, advertimos una luz en la ventana. Él nos aguarda. No espera que lleguemos y más bien corre para salir a nuestro encuentro… “Padre, he pecado… no merezco… trátame como a un esclavo…”. Pero Él se nos echa al cuello y nos llena de besos: “Este hijo mío estaba muerto y ha vuelto a la vida”. Nos cambia los harapos por vestiduras, sandalias y anillo de dignidad, y manda a celebrar en grande.
¿Me veo a mí mismos como merecedor de tanto amor? ¿Soy consciente de mi dignidad de hijo libre y amado por Dios o me considero un esclavo? ¿Tomo parte en su banquete o me conformo con las migajas?
Pero también somos el hijo mayor cuando no dejamos que Dios sea nuestro padre, compartiendo su misericordia. “Hijo, tú estás siempre conmigo y todo lo mío es tuyo…”. Estamos siempre en su presencia, pero no nos falta tanto por asemejarnos a Él. No experimentamos la alegría de ser sus hijos por imponerle la imagen de un dueño castigador, tan distinto del Abbá-Padre que nos revela Jesucristo. Por eso tampoco somos capaces de reconocer al otro como hermano, perdonarle y alegrarnos por su conversión. Así que nos rehusamos a entrar en casa, ¡nuestro propio hogar! No pensamos como el padre y, aunque hayamos estado siempre con él, en verdad añorábamos otras compañías, como banquetear con los propios amigos. Cumplimos como empleados ante un jefe, como inquilinos ante un casero o como estudiantes ante un examen. No como hijos. Y es allí donde está el gran fallo y la gran tarea de nuestra conversión.
¿Cuántas de mis autoexigencias, incluso “religiosas”, me alejan de la casa del Padre? ¿Cuántas imágenes erradas mantengo acerca de Él, sin haberle conocido íntimamente? ¿A quién adoro en realidad, a Dios que es Amor o a un ídolo que me voy formando?
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