AstraZeneca: la vacuna de la discordia

AstraZeneca: la vacuna de la discordia

Dos millones de personas, atascadas en el limbo inmunológico tras la cancelación del antídoto para menores de 60 años

Todo parecían ventajas cuando, a finales de enero, la de AstraZeneca se convirtió en la tercera vacuna aprobada por la Agencia Europea de Medicamentos (EMA). Era más fácil de transportar, mucho más barata de producir (seis euros frente a los 60 de Moderna o los 33 de Pfizer) y podía conservarse en una nevera común y corriente. No fue hasta el 15 de marzo, fecha en la que conocimos el primer caso de «trombosis de senos venosos», cuando la opinión pública comenzó a virar y aún no se ha detenido.

Es verdad que no ha ayudado a esta ceremonia de la confusión los bandazos de la EMA. De negar de plano la relación causa-efecto y calificar la vacuna de «segura y eficaz», pasó a considerarla como posible y, por fin, esta semana ha reconocido el vínculo. Este veredicto ha provocado que en España se haya detenido su administración a los menores de 60 años y solo se pondrá a los que no hayan cumplido aún 70. Alrededor de dos millones de profesionales esenciales, que ya habían recibido la primera dosis, se quedan en un limbo inmunológico sin saber qué pasará con ellos.

Las opiniones a favor y en contra de la fórmula creada a medias entre la Universidad de Oxford y el laboratorio anglo-sueco se han convertido en el penúltimo motivo de polarización. Hay argumentos para todos los gustos. Que el Nolotil tiene más efectos secundarios, que la homeopatía es más peligrosa, que las cifras de personas afectadas por la vacuna son de risa, que la píldora anticonceptiva sí que provoca accidentes cardiovasculares en las mujeres... Todas ellas razones poderosas, y seguramente veraces, pero la pregunta del millón sigue siendo la misma: ¿usted se la pondría? Para conocer de primera mano cómo han respondido a este dilema, LA RAZÓN ha entrevistado a cuatro personas que se las han visto con la vacuna de la discordia.

Estela, profesora de Secundaria en un colegio público
Estela, profesora de Secundaria en un colegio públicoRuben MóndeloLa Razón

Rodrigo estaba loco por ponerse el antídoto, el que fuera, cuanto antes. Este psicólogo de 34 años pasó el confinamiento acudiendo a la clínica de Valdemoro en la que trabaja y quería protegerse del Covid. Pero el proceso no fue tan leve como esperaba. Después de recibir el pinchazo el 10 de marzo, pasó una semana con tantos síntomas que acabó en el médico. Del «ardor intenso en el brazo» pasó a ahogarse cuando subía escaleras. «Tenía una fuerte opresión en el pecho que no se iba, no podía respirar», explica a este periódico. Los análisis de urgencia revelaron valores compatibles con la inoculación del adenovirus. También le hicieron una placa de tórax, que no reveló nada, y constataron que tenía «la tensión revolucionada». Le recetaron prednisona (corticoesteroide) tres veces al día y el malestar se fue esfumando: «Después de que remitiera la presión, estuve una semana como con resaca. No podía comer, me entraban arcadas, y tenía la cabeza un poco ida».

Esta experiencia ha hecho que Rodrigo dude sobre la segunda dosis: «Si me llamaran ahora, retrasaría la decisión. Justo ese fin de semana empezó el tema de los trombos y cancelaron su administración. Tengo que admitir que mi cabeza no paraba, te asustas cuando ves que ha muerto gente». Cree que, pensando en su niño de cuatro años, no volvería a acceder. En su opinión, «se ha corrido demasiado, una vacuna que han sacado en seis meses no puede ser fiable. Seguimos sin tener una para el Sida o el cáncer después de tantos años».

Marisa, auxiliar administrativa semijubilada, acudió a su cita con la inmunidad el lunes pasado. A sus 63 años, está dentro de la franja «segura» según Sanidad, aunque tampoco parece preocupada. «Me la puse en el Zendal y en cuanto me pincharon sentí dolor en el brazo, una molestia así como triste, y decaimiento. Me dijeron que me tomara diez minutos y allí me senté. Cuando volví a casa no me apetecía hacer nada y por la noche tuve febrícula. Al día siguiente me levanté como si me hubieran dado una paliza», relata mientras pasea por el Retiro junto a su marido.

Apenas 48 horas después de recibir esta primera dosis «ya me encontraba perfectamente y con mi temperatura de siempre». No duda de que «cuando me llamen para la segunda, acudiré. Si no la vuelven a paralizar, claro». Asegura que aún estará vigilante unos días porque «entre la jornada 4 y la 14 es cuando pueden surgir las señales de un trombo, como dolor de cabeza persistente». Por ahora está animada y, aunque la situación le da un poco de «respeto», no está «preocupadísima». Ni su marido ni ella han pasado la enfermedad, así que «consideramos que el beneficio es mayor que el riesgo, además me parece que estamos mirando todo lo que pasa con lupa. Si lees los prospectos de cualquier medicamento no tomarías nada».

Rodrigo, psicólogo de 34 años, duda en ponerse la segunda dosis
Rodrigo, psicólogo de 34 años, duda en ponerse la segunda dosisRuben MóndeloLa Razón

Estela y Marcos son dos profesores de un colegio público que prefieren no ser reconocidos. Ambos se muestran contrarios a la vacuna de la Covid-19, aunque la primera sí accedió a su cita del cuatro de marzo un poco presionada por las circunstancias y su deseo de mostrarse solidaria. «Me lo pensé mucho, hasta el último momento, pero consideré que nuestro deber es ayudar a contener la pandemia. Fui con varios compañeros y entré la última por si me arrepentía», asegura esta educadora de Secundaria.

Los días posteriores al pinchazo estuvo «un poco sugestionada por lo que estaba oyendo» y, con el paso del tiempo, ha acabado concluyendo que «los riesgos son mayores que los beneficios, sobre todo porque no te aseguran que no vayas a contagiar o que no puedas enfermar de nuevo». Cree que «están experimentando con nosotros porque se ha conseguido en muy poco tiempo. Y eso que yo no soy antivacunas precisamente, me las he puesto todas, incluida una vez la de la gripe».

Marcos también ha experimentado esa «presión social, que no del colegio» que rodea al asunto de las vacunas. Dado que no es obligatoria, él sopesó los pros y los contras y decidió que no se pondría ninguna dosis. Y eso que el servicio de Salud fue insistente; trataron de concertar una fecha hasta en cuatro ocasiones. «Tengo muchos motivos, el principal es que no me fío. Hasta ahora no he cogido la enfermedad y no entiendo por qué debo inoculármela. No creo que sea tan sencillo contagiarse», esgrime. Tampoco tiene nada en particular contra la fórmula anglo-sueca, solo cree que «hay demasiada información oculta, nadie sabe nada, prefiero mantenerme al margen de momento». Además, considera que «si mi vacuna puede ayudar a otro que esté más convencido me alegraré mucho».