Bolivia
Los cementerios ofrecen una extraña mezcla de verde y tierra; de vida y muerte. Son costumbrismo, tradición. Son decenas de Raimundas jalbergando tumbas en la tempestad del viento solano propio de La Mancha. «Volver», de Pedro Almodóvar, consiguió que todos aquellos cosmopolitas que alguna vez pasaron el Día de todos los Santos con sus abuelas, prefiriesen, aunque solo fuese por una décima de segundo, sentarse al brasero a comer buñuelos y huesos de santo que disfrazarse por Halloween.
El sosiego que transmite el descanso eterno, la leyenda de vidas apasionantes y una adictiva sensación de calma han reavivado la pasión por conocer las intrigas que esconden los camposantos. Pues caminar entre tumbas no tiene por qué ser una cuestión fúnebre, sino también acogedora y filosófica –sobre todo si uno se detiene a leer los epitafios–. Incluso se puede conocer la historia de sus ciudades echando un vistazo a las lápidas de sus personajes más célebres o la consideración que cada cultura, región o etnia otorga a la Vieja Dama.
En Sapantza (Rumanía), por ejemplo, se celebra la vida y no la muerte: las cruces son de madera pintada a mano y tienen un retrato colorido acompañado por inscripciones. Soles, banderas y hojas recubren las más de 800 tumbas que desmuestran que existen formas alegres de mantener con vida el recuerdo de los que ya no están. Una postura que comparte la ciudad noruega de Longyearbyen. Allí se alcanzan los 50 grados bajo cero y desde hace 70 años sus cementerios no presencian ningún enterramiento. Hay hoteles, pubs, piscinas climatizadas, pero nadie puede morirse. Está completamente prohibido. Una ley de 1950 obliga a emigrar antes de pasar a la otra vida, debido a que los cuerpos no se descomponen por las bajas temperaturas. Así, si a un habitante se le diagnostica una enfermedad terminal o se teme por su vida, deber abandonar su casa en busca de una morgue más cálida. En esta tierra, aquello que decía Camilo José Cela de que «la muerte es dulce; pero su antesala, cruel» cobra un poco más de sentido.
Para quienes los visitan, estos espacios pueden ayudar a recordar figuras históricas como Oscar Wilde o Francisco de Goya. Aunque esto pueda parecer macabro, muchos funcionan como lugares de peregrinación turística: algunos por albergar el mayor número de tumbas del mundo (Náyaf, Irak) y otros por acoger cipreses talados al más puro estilo Eduadro Manostijeras (Tulcán, Ecuador), pero todos por estar rodeados de leyendas que mitifican aún más su tradición. En Chile, la ciudad minera de La Noria fue uno de los centros de abusos y esclavitud del país. Tras la llegada del salitre sintético en los 60, sus trabajadores se vieron obligados a abandonar el lugar, dejando empantanadas sus casas y las tumbas de sus seres queridos desatendidas. De hecho, lo primero que llama la atención a los visitantes es encontrar buena parte de sus féretros abiertos. Todo lo contrario de lo que ocurre en el Neptune Memorial Reef (Florida, Estados Unidos), donde las arcas aparecen selladas bajo el mar: juntaron los restos de los fallecidos con cemento para recrear la ciudad perdida de Atlantis.
Para todos, la muerte no llega más que una vez, pero se hace sentir en todos los momentos de la vida. Es por ello que muchas culturas han intentado admirarla desde diferentes puntos de vista. Algunos han optado por suspender los ataúdes frente a un acantilado (Sagada, Filipinas) para evitar que los animales se comieran los cuerpos y otros han colocado 2.000 muñecas sin ojos y sin brazos (Xochimilco, México) para ahuyentar a los espíritus. Las hay de Canadá, Brasil, Holanda, Gran Bretaña o Holanda y la más antigua (y reina de la isla) es Agustinita, de 55 años, que poco o nada comparte con los marginados que hoy admite el cementerio de Cross Bones (Londres). Su nombre procede del siglo XIX, momento el que cerró por saturación de muertos. Con el paso del tiempo se ha descubierto que una parte importante de ellos eran de niños
El caso español
Entre nichos guardados en suites de lujo (Singapur), muñecos mirones (Sulawesi, Indonesia) y trenes abandonados (Uyuni, Bolivia) aparece el cementerio de Teresa. En un pequeño rincón del Valle de Arán, se erige la sepultura más íntima de todas las recogidas. Cuando esta joven se enamoró de su primo, Sisco, se convirtió en la gran repudiada del pueblo. Todos le dieron la espaldas. pero tuvieron hijos y vivieron felizmente, hasta que falleció prematuramente por culpa de una neumonía. Aquel 10 de mayo de 1916, quisieron enterrarla en el cementerio municipal, pero el párroco se negó a «profanar» tierra santa. Así, a falta de recintos civiles en los camposantos, a los muertos «en pecado» les reservaban un triste agujero en mitad del monte. Esa misma noche, los vecinos decidieron dar dignidad a su última morada y levantaron en una zona alejada un pequeño mausoleo en su honor. Sisco y los niños poco después se exiliaron a Francia. Hoy, sus bisnietos la recuerdan y la siguen visitando.