Una inquieta personalidad
El “cultureta” que hizo teología con la música
El sacerdote y compositor Marco Frisina rememora la pasión por la clásica del Papa fallecido: «Entraba en contacto con Dios»
Un melómano. Tal cual. Ajustado a la definición sin matices. Así le catalogaban quienes conocían de cerca a Benedicto XVI y así lo manifestaba el mismo en esa pasión por la belleza a través de la música que, para él, no solo se convertía en medio de evangelización sino también en camino de apertura a la trascendencia. Ayer mismo lo ponía de manifiesto Marco Frisina,el sacerdote reconocido mundialmente por ser uno de los compositores de referencia en el ámbito católico, amén de ser el maestro de capilla de la Catedral de Roma y Rector de la Basílica de Santa Cecilia en Trastevere.
«Para él, la música era un instrumento de meditación. Esto siempre me ha hecho pensar. Para él, la música tenía un enorme valor. No era mero entretenimiento, sino una oportunidad para la meditación», expone Frisina, que en estos días rememora esta faceta «cultureta» del pontífice alemán, tal y como recoge la agencia italiana Sir.
Al echar la vista atrás, no puede evitar emocionarse al recordar aquel sábado 25 de febrero de 2006, cuando el pontífice germano visitó el Pontificio Seminario Romano Mayor con motivo de la fiesta de la Patrona, Nuestra Señora de la Confianza. En aquella ocasión, y en honor Joseph Ratzinger, Frisina dirigió el oratorio dedicado a San José titulado ‘Sombra del Padre’: «Como siempre hacía cuando escuchaba música, siguió toda la actuación, no apoyado en el respaldo de la silla, sino sentado casi en la punta. La forma en que vivió estos momentos musicales son memorables».
Lo cierto es que esta pasión por la música le viene al gran teólogo de la Iglesia casi de cuna. Ya desde pequeño cantaba con su hermano Georg en el coro parroquial, como era costumbre en todos los niños de su generación en Baviera. A partir de ahí, aprendió solfeó y a defenderse mejor que bien al piano.
En su catálogo de predilectos, Bach, Beethoven y Mozart. De ellos llegó a decir que eran capaces de expresar «con la universalidad de la música lo que las palabras no pueden expresar, es decir, Jesús que se encarna y se hace hombre». Tampoco se escapaban de su radio de acción Félix Mendelssohn, Anton Bruckner y Giuseppe Verdi. Entre ellos, se cuela también Arvo Pärt, compositor estonio contemporáneo nacionalizado austriaco. Se trata de un creador ortodoxo al que muchos consideran un teólogo músico y que precisamente recibió el premio de la Fundación Joseph Ratzinger. Tal es su pasión por él que el Papa emérito escuchó el Padre Nuestro compuesto por él cuando cumplió los 65 años de sacerdocio.
Estas y otras muchas pasiones las plasmó Ratzinger en el libro «Canta al Señor un cántico nuevo». «En esta obra notamos una cuidadosa y profunda reflexión sobre la música y su sentido espiritual. Realmente enfatiza la importancia de cantar con arte, que también está muy cerca del corazón», apunta el sacerdote sobre un Papa convencido de «poder entrar en contacto con Dios de manera interior a través de la música».
Esa misma sensibilidad hacia el pentagrama lo manifestaba también hacia cualquier expresión de belleza. Como legado queda el discurso que pronunció en la Capilla Sixtina el 21 de noviembre de 2009 ante un grupo de artistas. A ellos les hizo protagonistas de la urgencia de dar un vuelco al mundo a través de su creatividad: «Vosotros, queridos artistas, sabéis bien que la experiencia de la belleza, de la belleza auténtica, no efímera ni superficial, no es algo accesorio o secundario en la búsqueda del sentido y de la felicidad, porque esa experiencia no aleja de la realidad, sino, al contrario, lleva a una confrontación abierta con la vida diaria, para liberarla de la oscuridad y trasfigurarla, a fin de hacerla luminosa y bella».
En esta misma línea compartió con ellos que «gracias a vuestro talento, tenéis la posibilidad de hablar al corazón de la humanidad, de tocar la sensibilidad individual y colectiva, de suscitar sueños y esperanzas, de ensanchar los horizontes del conocimiento y del compromiso humano». De hecho, no dudó en citar al pintor Georges Braque para defender que «el arte está hecho para turbar, mientras que la ciencia tranquiliza».
De la misma manera, echó mano de Dostoievski para provocar a los presentes por lanzar una reflexión «sin duda atrevida y paradójica»: «La humanidad puede vivir sin la ciencia, puede vivir sin pan, pero nunca podría vivir sin la belleza, porque ya no habría motivo para estar en el mundo. Todo el secreto está aquí, toda la historia está aquí».
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