Muere Benedicto XVI
El enigma de una renuncia
El 11 de febrero de 2013 anunció su dimisión en una audiencia pronunciada en latín, pero casi nadie le entendió
Nadie sospechÓ nada. Nadie. Ni el más mínimo rumor. Ni la más mínima filtración. En los meses y semanas anteriores, cero sospechas de lo que ocurrió aquel lunes 11 de febrero de 2013 en la Sala Clementina de los palacios apostólicos, bajo «La apoteosis» del renacentista Giovanni Alberti.
Benedicto XVI tomaba la palabra en un consistorio cardenalicio, aparentemente rutinario, en el que estaba previsto que diera vía libre a la canonización de 800 mártires. Por eso, ni mucho menos se encontraban con él todos los miembros del colegio púrpura. Apenas unos setenta le escuchaban. Y no con la debida atención.
Echando mano de su voz susurrante y su tono pausado, Joseph Ratzinger verbaliza la decisión más meditada de su vida que, en una era donde a todo se le cuelga el cartel de histórico, sí lo era verdaderamente.
Y lo exponía en latín. Sí, en latín. Con la exquisitez propia del impecable clérigo germano, presentaba su dimisión. Y no le entendieron. En el sentido más literal. Ratzinger dejó al descubierto la falta de manejo de los presentes en el idioma oficial de la Iglesia, porque en el auditorio apenas se escucharon murmullos ni caras de perplejidad ante el trascendental anuncio. De hecho, fue una periodista italiana la única que cogió al vuelo la noticia.
Giovanna Chirri, redactora de la agencia de noticias italiana ANSA, no se podía creer lo que estaba escuchando. «Me temblaron las piernas y me eché a llorar», confesaría después.
Hasta tal punto estaba convencida de lo que había oído que llamó de inmediato al portavoz vaticano, el jesuita Federico Lombardi, y no consiguió dar con él. Acto seguido se puso en contacto con su jefe para convencerle de que había entendido lo que había entendido. En pleno diálogo, Lombardi le confirmó todo y a las 11:46 un teletipo de ANSA anunciaba su retiro.
Porque, más allá de los documentos magisteriales, de su reconocimiento como uno de los intelectuales de referencia del siglo XX dentro y fuera de las sacristías, el pontificado de Benedicto XVI quedará grabado más allá de la Wikipedia como el de la renuncia. Solo hay un precedente católico.
En 1294, el monje ermitaño Pietro Angeleri di Murrone aceptó convertirse en Celestino V convencido de que sería capaz de simplificar las estructuras eclesiales y acabar con corruptelas clericales varias. Sin embargo, cuatro meses después de su designación dio un paso a un lado y entonces se le llegó a considerar un desertor. De hecho, Dante le llegó a enviar al infierno en su «Divina Comedia».
Lo cierto es que aquella mañana, Giovanna Chirri pudo entender perfectamente cómo Ratzinger exponía sus argumentos para echarse a un lado: «He llegado a la certeza de que mis fuerzas, dada mi avanzada edad, ya no se corresponden con las de un adecuado ejercicio del ministerio petrino».
El detonante que llevó al pontífice germano a replantearse su continuidad fue una advertencia de su equipo médico, encabezado por el doctor Patrizio Polisca.
Su debilidad física era tal que no iba a ser capaz de aguantar más viajes transoceánicos como los que acababa de realizar a México y Cuba. Su cuerpo estaba al límite y difícilmente podría aguantar las exigencias de la agenda internacional más inmediata: la Jornada Mundial de la Juventud en Río de Janeiro prevista para julio de 2013.
No poder asistir al más multitudinario de los encuentros que presidente hoy por hoy un pontífice le llevó a poner fecha para su jubilación.
«Fue una decisión difícil, pero la tomé con plena conciencia y creo que lo hice bien», confesaría Benedicto XVI en marzo de 2021 al «Corriere della Sera», en una entrevista en la que admitía que «algunos de mis amigos, los que más me seguían, todavía están enfadados, no quisieron aceptar mi decisión».
Y es que, en aquellas primeras horas y días de desconcierto, hubo quien quiso compararlo con su jefe y amigo, Juan Pablo II. Karol Wojtyla optó por mantenerse al frente hasta el final de sus días, a pesar de que el párkinson le impidió ejercer de facto el gobierno de la Iglesia.
Quienes identificaron al pontífice polaco con el sufrimiento hasta el extremo de Cristo en la Cruz, comenzaron a cuestionar que Ratzinger se echara a un lado. Sin embargo, precisamente la rectitud y ejemplaridad de Ratzinger a lo largo de su carrera, tanto en Múnich como al frente de la Congregación para la Doctrina de la Fe y su entrega durante ocho años como Obispo de Roma borró de inmediato cualquier duda sobre una dejación de funciones cuando el escenario se complicaba. Más bien lo que no buscaba era convertirse en un obstáculo para el discurrir de la vida de la Iglesia.
Eso no evitó que se multiplicaran hasta hoy las hipótesis de la renuncia que ponían el énfasis en la incapacidad de una eminencia en el ámbito teológico para afrontar las múltiples crisis estructurales y financieras de la Santa Sede, amén de escándalos como la pederastia. «Pienso en la teoría de la conspiración que se lanzaron: algunos dijeron que fue culpa del escándalo de Vatileaks, otros de una conspiración del lobby gay, también se refirieron al caso del teólogo conservador lefebvriano Richard Williamson.
No quieren creer que fue una elección consciente, pero mi conciencia está tranquila», admitía el ya Papa emérito en ese diálogo con el periódico italiano.
De lo que no hay duda, y así se ha corroborado con la reforma iniciada por Francisco, es que el escenario eclesial en el que tuvo que remar Benedicto XVI no era precisamente el más idóneo, sobre todo teniendo en cuenta las minas que dejaron tras de sí quienes tomaron las riendas del Vaticano durante la enfermedad de Juan Pablo II.
Es verdad que, como «ministro» vaticano le abrió los ojos al pontífice polaco sobre la crisis de los abusos sexuales y marcó el camino de la «tolerancia cero» que Francisco ha convertido en santo y seña de su gobierno.
De hecho, fue Joseph Ratzinger quien plantó cara al escándalo de Marcial Maciel, fundador de los legionarios de Cristo, paradigma de esta lacra eclesial, respaldado por su predecesor, pero que en él encontró su talón de Aquiles. En 2010 también miró de frente a los sucesos vinculados a la pederastia eclesial que sacudían EE UU, Alemania, Irlanda, Austria, Bélgica…
Sin embargo, el desfalco y las corruptelas vaticanas abanderadas por la trama del llamado «Vatileaks», así como el desastre organizativo de la Santa Sede se convirtió para él en un muro que, si bien no fueron determinantes para su renuncia en palabras del propio implicado, a buen seguro que ayudó a inclinar la balanza que su equipo médico ya había decantado.
Aunque, durante sus ocho años de gobierno se había liberado de parte de la camarilla heredada, también sabía que desde los despachos vaticanos no se le hacía llegar toda la información precisa y transparente para conocer el verdadero alcance de lo que Francisco rebautizaría después como «las enfermedades de la Curia».
El tiempo, en cualquier caso, ha permitido constatar cómo, Benedicto XVI ha prolongado su retiro durante una década con cierta calidad de vida, pero con una notable disminución de sus capacidades físicas, que no mentales, tal y como han atestiguado hasta estos últimos meses quienes han estado a su lado en las instalaciones de la residencia «Mater Ecclesiae».
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