Astronomía

Síndrome VIIP: La falta de gravedad reduce la visión de los astronautas

La NASA confirma que estos viajeros sufren una presión craneal que afecta también a su equilibrio y a su movilidad. Para demostrarlo, los voluntarios pasaron 90 días tumbados, con los pies más altos que la cabeza

El astronauta Chris Cassidy durante un paseo espacial, cerca de la Estación Espacial Internacional
El astronauta Chris Cassidy durante un paseo espacial, cerca de la Estación Espacial Internacionallarazon

La NASA confirma que estos viajeros sufren una presión craneal que afecta también a su equilibrio y a su movilidad. Para demostrarlo, los voluntarios pasaron 90 días tumbados, con los pies más altos que la cabeza.

Desde hace 56 años, en el planeta Tierra hay una nueva especie de ser humano, una tipología sapiens que nunca antes había pisado el planeta: el tipo de hombres y mujeres que han viajado durante una temporada más o menos larga al espacio. Desde que Yuri Gagarin fue capaz de volver sano y salvo de su misión Vostok, el 12 de abril de 1961 convirtiéndose en el primer astronauta de la historia, cientos de congéneres más han experimentado los efectos de viajar lejos del suelo terrestre, sufrir la microgravedad y exponerse a las condiciones de vida fuera de la atmósfera protectora.

Hoy, viajar al espacio no solo es una apuesta tecnológica, científica y política de unos pocos, es un anhelo de miles de personas, un objetivo y quién sabe si un imperativo de la Humanidad en el futuro. Las agencias espaciales estatales están empezando a dejar paso a empresas privadas, a proyectos como SpaceX o Blue Horizons, que demuestran que irse de la Tierra será, tarde o temprano, una opción más de vida. Nunca antes tanta gente había convertido o había anhelado convertirse en explorador de la última frontera humana: el cosmos.

El problema es que no sabemos realmente si el ser humano está fisiológicamente preparado para realizar tal viaje. Nuestro cuerpo es una máquina de supervivencia con los pies en el suelo, bajo el peso inapreciable de la atmósfera, bajo el manto protector de nuestro campo magnético. Fuera de él, lejos de la Tierra, el cuerpo de Homo sapiens sufre. ¿Cuánto? ¿Lo suficiente como para hacer no recomendable viajar al espacio? ¿Hasta qué punto ser astronauta es malo para la salud?

Un estudio publicado ayer en «New England Journal of Medicine» y firmado por Donna Roberts, médico de la Universidad del Sur de Carolina y financiado por la NASA quiere ahora arrojar cierta luz al respecto.

El resultado es claro: «Viajar al espacio provoca efectos permanentes en el cuerpo de los humanos que aún no entendemos bien». Si queremos hacer que la exploración espacial sea universal y que cualquier ciudadano del futuro pueda optar por viajar fuera de la Tierra habrá que aprender a mitigar esos efectos. De otro modo, la exploración del cosmos puede convertirse en un sueño inalcanzable.

El espacio es un territorio hostil y presenta un buen número de riesgos físicos y psicológicos. Entre los efectos secundarios de la visita fuera de la Tierra se han detectado alteraciones en la visión, aumento de la presión intracraneal, pérdida de la masa muscular, déficit de bombeo del corazón...

Pero quizá los resultados más preocupantes sean los que se refieren al cerebro de los astronautas. Uno de los síndromes característicos que padecen los habitantes de la Estación Espacial Internacional, por ejemplo, es el llamado VIIP (Pérdida de Visión por Presión Intracraneal, en sus siglas en inglés). Al parecer, este mal está provocado por la redistribución de los fluidos corporales cuando se pasa demasiado tiempo en microgravedad. Buena parte de esos líquidos tienden a ascender a la cabeza. Pero la razón por la que este fenómeno genera pérdida de visión es desconocida. La NASA ha establecido entre las prioridades de su programa de investigación aprender a contrarrestar el VIIP.

Roberts ha descubierto que la causa real de este síndrome puede ser la reiteración de pequeños cambios en la estructura cerebral de los astronautas. Para confirmar sus teorías, se ha analizado el comportamiento del cerebro de una serie de voluntarios que pasaron tumbados en la cama 90 días (lo que permite simular las condiciones de microgravedad en el espacio). Mediante resonancia magnética se ha analizado la neuroplasticidad de estos voluntarios. En concreto, se ha estudiado la actividad del córtex motor cerebral. Se tomaron mediciones de esta zona del cerebro antes, durante y después de la estancia en la cama de los voluntarios. Los lectores fieles de LA RAZÓN recordarán que hace algo más de un año se convocó a docenas de cobayas humanas a tomar parte de este experimento que, en teoría, parece una bicoca: pasar mes y medio en la cama. Lo malo es que para simular realmente las condiciones que se viven en el espacio hay que permanecer con la cabeza ligeramente más baja que los pies... a largo plazo la posición se hace realmente incómoda.

Las imágenes de resonancia magnética han arrojado algo i-nusual. Se halló una acumulación de masa cerebral en el vértice craneal (la parte superior de la cabeza). Además se apreció una atenuación de los giros y surcos del cerebro. En otras palabras, el cerebro de los participantes se hizo menos rugoso. Cuanto más tiempo se pasó en la cama, más evidentes fueron los resultados, lo que sugiere que cuanto más tiempo se pase en el espacio, más graves son los efectos sobre el cerebro humano.

Roberts ha analizado también imágenes de resonancia magnética de 18 astronautas que han pasado menos de dos semanas en órbita y otros 16 que pasaron largas temporadas de misión. Entre las estructuras analizadas de estos astronautas estaba el fluido cerebroespinal. Los análisis arrojaron también estrechamientos en las cavidades donde fluye este líquido y pérdidas de tamaño de los pliegues cerebrales. En el 94% de los astronautas que pasaron más tiempo en el espacio también se apreció un crecimiento del córtex en la frontera entre la región parietal y frontal. Estas regiones del cerebro más afectadas son las que controlan el movimiento del cuerpo y las funciones de motricidad más exigentes, como el equilibrio.

Los efectos de esta modificación cerebral son muy parecidos a los que se provoca una enfermedad que únicamente perjudica a las mujeres llamada Hipertensión Intracraneal Idiopática. Solo afecta a una de cada 100.000 mujeres en edad reproductiva y cursa con mareos, cefaleas, pérdidas de visión y de equilibrio. En el caso de la enfermedad femenina, el único tratamiento es la pérdida de peso, el uso de diuréricos y punciones para extraer el líquido extra que presiona el cerebro. ¿Habrá que hacer lo mismo con los astronautas?

Los expertos que ahora analizan el tema necesitan más datos. El próximo paso será analizar aún más cerebros de hombres y mujeres que hayan viajado al espacio. Pero los resultados preliminares no dejan de ser preocupantes. Si la humanidad quiere conquistar otros mundos (pensemos que ir a Marte supone al menos tres años de viaje en microgravedad) deberá tomar medidas sanitarias severas. Nadie quiere tener una legión de exploradores expuestos a enfermedades crónicas, dolores e incluso ceguera una vez hayan pasado el primer año de vida fuera de nuestras fronteras.