Eutanasia

¿Cuándo se está muerto?

La ciencia no cuenta con herramientas para decidir el momento en el que a una persona se le puede permitir renunciar a su vida

El último trance del viaje, el momento en el que la vida se acaba y el organismo humano muere, no ha sido tan estudiado
El último trance del viaje, el momento en el que la vida se acaba y el organismo humano muere, no ha sido tan estudiadolarazon

La ciencia no cuenta con herramientas para decidir el momento en el que a una persona se le puede permitir renunciar a su vida.

Existe mucha más literatura científica sobre el comienzo de la vida que sobre su final. La biología evolutiva, la frenética carrera por hallar restos biológicos fuera de nuestro planeta y la extensión de las legislaciones despenalizadoras del aborto en buena parte del mundo occidental han favorecido un amplio despliegue de evidencias y de discusiones para responder a la pregunta de cuándo comienza el fenómeno vital.

Pero he aquí que el último trance del viaje, el momento en el que la vida se acaba y el organismo humano muere, no ha sido tan estudiado. De hecho, aunque parezca increíble decirlo en este siglo XXI tecnológico y racional, aún no está claro qué definimos como muerte.

Y es que la muerte es uno de esos conceptos a los que parece que nadie quiere atreverse a hincar el diente. Si hablamos además de la muerte supuestamente voluntaria, el análisis aséptico se vuelve casi insoportable. Sea cual sea la visión sobre el asunto de la eutanasia, el científico que la aborda se ve atrapado entre pulsiones tan dispares como la compasión por el sufrimiento humano y la defensa del derecho a decidir autónomamente... justo lo último que necesita una reposada reflexión científica.

Durante milenios, la ciencia se ha acostumbrado a lidiar con la muerte natural. En general, hemos aprendido a aceptar el acto de morir como algo propio de nuestras vidas solo cuando se produce por causas naturales o accidentes ajenos a la voluntad humana. Cualquier otra forma de acabar con la vida era inaceptable (asesinato, crimen, guerra...)

Pero desde el momento en el que se acepta la posibilidad de que la vida pueda extinguirse bajo criterio científico voluntario y en determinadas circunstancias, el propio hecho de morir empieza a perder su raíz biológica y se torna acto civil, como lo son el matrimonio, la toma de posesión de un cargo, la escritura de una compra-venta. Y los médicos, científicos que han sido educados para evitar la muerte, son ahora notarios que certifican cuándo esta debe producirse.

Sin embargo, morir no es un acontecimiento tan fácilmente tasable como el valor catastral de una vivienda. Ni siquiera sabemos realmente qué es morir.

Puede que no nos guste reconocerlo, pero los estándares de la muerte no han sido fijados por científicos. Nos conforta pensar que la cantidad de quimioterapia que se suministra para tratar un cáncer o la dosis de insulina que se inyecta un diabético responden a criterios clínicos, objetivos, universales y matemáticos. Pero la certificación de que un ser humano vivo ha dejado de serlo (ha dejado de ser vivo, humano nunca deja de ser) no es tan aséptica. Con la mejora de la atención médica, el momento de la muerte ha cambiado a lo largo de la historia hasta el punto de que han de ser el regulador o los órganos de gestión de la profesión médica los que deciden qué es la muerte.

A efectos legales, en países como España, la muerte es un acontecimiento clínico que debe generar una serie de condiciones físicas y que conduce a la expedición por parte de un experto de un certificado de defunción. Pero esas condiciones físicas no son ni fáciles de medir ni universales para todas las culturas y legislaciones. En España cabe diagnosticar la muerte cuando se produce (resumidamente) la falta total de actividad neurológica (muerte encefálica) o la falta total de circulación cardiovascular y de respiración.

El Real Decreto 1723/2012 de 28 de diciembre que regula el trasplante de órganos define que «el diagnóstico de muerte por criterios circulatorios y respiratorios se basará en la constatación de forma inequívoca de ausencia de circulación y de ausencia de respiración espontánea, ambas cosas durante un período no inferior a cinco minutos». Pero en la actualidad hay doctores, como el neoyorkino Sam Parnia, jefe de la Unidad de Cuidados Intensivos de la Universidad Stony Brook en Nueva York, y al que en los medios de comunicación de su país ya llaman «el médico que resucita a los muertos», que han sido capaces de devolver a la circulación corazones dados por muertos hasta 40 minutos después de la parada cardiaca.

Recientemente, el profesor de Neurología y Medicina de la Universidad de Dartmouth (EEUU) James Bernat, ha apostado por revisar el concepto mismo de muerte ante los avances tecnológicos que ya permiten mantener con vida a personas con daños cerebrales irreversibles. Según otros expertos, el desarrollo de recientes investigaciones sobre neuroimagen y el mayor conocimiento de los trastornos de la conciencia humana inducen a plantear nuevos interrogantes de carácter clínico y ético, alrededor de la muerte.

En este sentido es creciente la demanda de muchos médicos de revisar no solo el concepto de muerte sino los procesos previos a ella. Las nuevas tecnologías de neuroimagen han permitido observar estados de consciencia latentes en personas dadas por clínicamente vegetativas. En palabras de Barnat, «cada vez resulta más complicado decidir si el estado es irreversible o determinar el nivel de sufrimiento del paciente». Un estudio realizado por científicos belgas y estadounidenses en 2009 determinó que cerca del 40 por 100 de los pacientes que fueron declarados en estado vegetativo tienen conciencia de algunos acontecimientos; su cerebro reacciona a determinados estímulos de manera similar a cómo reacciona un cerebro despierto.

Pero si los casos de la muerte clínica y el coma son complicados incluso desde la ciencia, la medición del sufrimiento humano no lo es menos. Una de las condiciones legales para solicitar la eutanasia o el suicidio asistido en países donde es legal, como Holanda, es que el individuo esté padeciendo un sufrimiento inaguantable. Pero ¿es clínicamente posible definir si el grado de sufrimiento que padece una persona es tal que merece acabar con su vida? Un estudio publicado en 2014 por científicos holandeses comparó el sufrimiento expresado por pacientes terminales de cáncer que habían manifestado su deseo de morir y otros pacientes también en fase terminal que querían mantenerse con vida. Se utilizaron test clínicos como el llamado SOS-V que permiten objetivar en cierto modo el padecimiento físico de una persona. Los análisis arrojaron pocas diferencias entre los pacientes que pidieron acabar con su vida y los que no. Todos sufrían por igual. El estudio arrojó dudas serias sobre si el sufrimiento era la causa real que condujo a algunos pacientes a solicitar la eutanasia.

No parece que un hipotético y frío diagnóstico sobre cuánto sufre una persona pudiera resolver el problema. Y es que, en buena medida, el dolor humano sigue siendo un misterio.

Por mucho que nos empeñemos, la ciencia no tiene claro cuándo acaba definitivamente la vida ni cuándo una persona está realmente privada de toda su consciencia, ni es capaz de medir objetivamente el sufrimiento de un ser.

Por eso resulta realmente difícil creer que un comité científico puede contar con herramientas suficientes para decidir cuándo a una persona se le puede permitir renunciar a su vida. Más bien, la eutanasia es la facultad que se da la sociedad para decidir no cuando una persona está preparada para morir, sino cuando el resto de su entorno está preparado para que muera. Científicamente, la eutanasia es más una herramienta para los vivos.