Semana Santa

El Papa Francisco, a los pies de 12 presas y "discípulas"

Preside la misa del Jueves Santo en una prisión femenina de Roma para subrayar que «Jesús perdona siempre»

Un Papa a los pies de las mujeres más estigmatizadas. Aquellas que están en prisión. Así ha sido la tarde de Jueves Santo de Francisco, durante la celebración en que se conmemora la Última Cena de Jesús con sus discípulos, pero en la que también se pone el foco en la escena del lavatorio de los pies, como la encomienda de Cristo a la Iglesia para ponerse al servicio de los últimos.

A las cuatro de la tarde comenzaba la misa ‘in Coena Domini’ -la Cena del Señor- que presidió en la cárcel femenina de Rebibbia, ubicada en la periferia del noroeste de Roma. Al igual que el año pasado, cuando tuvieron que preparar un pequeño estrado para poder situarse a la altura de las mujeres, ayer besó los pies desde su silla de ruedas. Así fue una a una, entre chaquetas de chándal, pantalones vaqueros y lágrimas de emoción, consoló con gestos de ternura a sus doce ‘apóstolas’ de diferentes nacionalidades.

«Jesús no se cansa jamás de perdonar, somos nosotros los que nos cansamos de pedir perdón», expuso animando a sus feligresas en una homilía improvisada, en la que dejó a un lado todo formalismo para dirigirse de tú a tú a las cautivas que tenía enfrente, así como a los trabajadores y voluntarios del centro penitenciario.

«Pidamos la gracia al Señor de pedir perdón. Él nos espera y no se cansa jamás de perdonar», verbalizó con una sonrisa cómplice a los presentes, refiriéndose a la traición de Judas: «Jesús perdona todo, solo es necesario que nosotros pidamos el perdón».

En su pedagógica y catequética alocución, Francisco detalló que en el lavatorio de los pies «Jesús se humilla y nos hace entender lo que él había dicho: no he venido para ser servido sino para servir, nos enseña el camino de servicio». Para Francisco, «lavar los pies es un gesto que nos llama la atención sobre la vocación del servicio». «Pidamos al Señor que nos haga crecer en esta vocación del servicio», concluyó.

Lo cierto es que Jorge Mario Bergoglio quiso dotar de una impronta personal a esta celebración desde que fue elegido como Sucesor de Pedro hace ya once años. Si hasta entonces, los pontífices presidían esta ceremonia en la basílica de San Juan de Letrán, el primer papa latinoamericano de la historia quiso trasladar a Roma su manera de vivir el Jueves Santo como arzobispo de Buenos Aires: en la prisión. Solo la pandemia ha frenado esta tradición personal, lo que le llevó en 2020 a presidir el acto litúrgico en la basílica de San Pedro y en 2021 a celebrar la misa en la capilla del defenestrado cardenal Angelo Becciu, primer purpurado en la historia de la Iglesia condenado por malversación.

Así, un año tras otro, Francisco ha lavado los pies a diferentes reclusos, con matices añadidos no menos significativos. Por un lado, la decisión de lavar los pies de mujeres y acariciarlos con una toalla para secarlos, cuando en algunos templos se tiene restringido este gesto solo a hombres, trasladando miméticamente a la actualidad la figura del discipulado masculino. Por otro, el Papa argentino no ha tenido problema alguno en incluir en aquellos a quienes limpia a personas no creyentes o de otras religiones, como reflejo de que la entrega de la Iglesia para contribuir al bien común y a la transformación del mundo va más allá de atender o acoger a los católicos.

Este compromiso social y de servicio a la humanidad también estuvo presente en la homilía que pronunció por la mañana durante la misa crismal que presidió en la basílica de San Pedro. «El Señor no nos pide a nosotros, sus pastores, que juzguemos con desprecio a los que no creen, sino amor y lágrimas a los que están lejos», expresó en una eucaristía en la que tradicionalmente se pone el foco en la labor de los presbíteros, porque incluye la bendición de los óleos que servirán a lo largo del año para impartir los sacramentos de la confirmación, la unción de enfermos y el orden sacerdotal.

«Hoy, en una sociedad secular, corremos el riesgo de ser muy activos y, al mismo tiempo, de sentirnos impotentes», apreció, sabedor de las consecuencias letales de «encerrarnos en la queja» y dejarse enredar «por el chisme».

Por ello, invitó a los curas que concelebraban con él la eucaristía a estar «más cerca de los pobres, predilectos de Dios» y a sentirse «cada vez más como hermanos de todos los pecadores del mundo, se sienten más como hermanos, sin la apariencia de superioridad o dureza de juicio, pero siempre con el deseo de amar y reparar». «En lugar de enojarse y escandalizarse por el mal hecho por sus hermanos, llora por sus pecados», remarcó en una llamada a la solidaridad. «Queridos hermanos, esto no es poesía, ¡esto es sacerdocio!», insistió el Papa, que fue un poco más allá: «¡Cuánto necesitamos estar libres de la dureza y de las recriminaciones, del egoísmo y de la ambición, de la rigidez y de la insatisfacción, para confiarnos y encomendarnos a Dios, encontrando en Él una paz que nos salve de toda tempestad!».

Bergoglio rescató para su homilía una palabra que él mismo reconoció como «obsoleta»: la compunción. La Real Academia Española le otorga un doble significado: sentimiento o dolor de haber cometido un pecado, así como el sentimiento que causa el dolor ajeno. Francisco la definió como «un pinchazo en el corazón» que provoca «escozor» haciendo que «fluyan las lágrimas del arrepentimiento». Para el Papa no es «un sentimiento de culpa que te tira al suelo, no es una escrupulosidad que paraliza, sino que es un pinchazo benéfico que quema por dentro y sana». El pontífice alentó a los presentes en el templo a «llorar sobre nosotros mismos» para «descender a las profundidades de mi hipocresía» con el fin de «levantar la mirada al Crucificado y dejarme conmover por su amor que siempre perdona y eleva».

Es más, Francisco presentó la compunción como «el antídoto contra la esclerocardia, esa dureza de corazón tan denunciada por Jesús» que lleva a ser «intolerante a los problemas e indiferente a las personas». En esta misma línea, compartió que «todo renacimiento interior nuestro brota siempre del encuentro entre nuestra miseria y su misericordia».