Medio Ambiente

O talamos árboles o morimos de sed

La superficie forestal de nuestro país se multiplica, pero cuando escasea la lluvia disminuye el agua en los ríos y los acuíferos

Troncos de árboles cortados en Riba de Saelices (Guadalajara)
Troncos de árboles cortados en Riba de Saelices (Guadalajara)Agencia EFE

España lleva 50 años ininterrumpidos multiplicando su superficie forestal, al punto de que hoy es el tercer país de Europa con más masa forestal, tras Suecia y Finlandia. Un 37 por ciento del territorio está cubierto por bosques. A lo que habría que añadir otro 18,5 por ciento bajo el epígrafe de «otras tierras boscosas». Esto es, con cubierta vegetal copiosa aunque no sea estrictamente un bosque. En total, más del 50 por ciento. Sin contar la superficie agrícola, aunque fuera de olivares o cualquier otro cultivo arbolado. En teoría este balance es un buen indicador para mitigar el cambio climático. Pero en la práctica no es exactamente así. Ni mucho menos en un territorio, la Península, aquejado por una acuciante sequía. En particular, toda su cuenca mediterránea y el centro peninsular.

La sacralización del bosque ha contribuido a crear un espejismo acerca de un pasado verde que a menudo no es tal. La desforestación es un hecho en continentes como África o Suramérica. Pero no en América del Norte. Ni en Oceanía. Ni mucho menos en Asia o Europa. En estos últimos continentes no ha cesado de crecer la superficie boscosa las últimas décadas.

Cataluña es, junto a Castilla y León, la comunidad donde más ha crecido la superficie forestal. Hay más hectáreas que nunca. No es una opinión. Es una constatación. A mediados del siglo XX, los bosques catalanes tocaron fondo. Desde entonces, el bosque no ha dejado de crecer por el abandono progresivo de los cultivos. Tanto es así, que hoy dos tercios de Cataluña están cubiertos de superficie arbolada. Cataluña tiene de hecho más bosque que Suiza. El ritmo anual de nuevos árboles en la comunidad autónoma se ha cifrado en 30 millones, aunque la mayoría no llegan a prosperar. Hoy, el número de árboles en Cataluña se cifra en no menos de 2.600 millones de ejemplares. Tocaría a 400 árboles por persona. Lo que no es poco. Aunque tampoco hay que llevarse a engaño. De lograrse un aprovechamiento máximo de los bosques para biomasa solo se obtendría un 10 por ciento de la energía demandada en la actualidad.

En teoría, este frondoso país arbóreo debería tenerse por un dato positivo. Lo cierto es que no es exactamente así. Todo es infinitamente más complejo. Eso revela el alcalde de Moià, Dionís Guiteras, en «Lligar-se bé les espardenyes», un libro en el que glosa sus conocimientos tras años observando el bosque y acumulando experiencias.

El motivo es que el bosque está abandonado. Y han proliferado los bosques enfermos. Acechados por una sequía que se está acentuando tras dos años de escasa lluvia. Pero este 2023 es el peor de los últimos 15. Como se suele decir, llueve sobre mojado.

Basta con advertir que se ha llegado al extremo de cerrar para el regadío el Canal de Urgell, una megaestructura que en sus cerca de dos siglos de existencia siempre había proporcionado un flujo incesante de agua para un territorio agrícola de más de 50.000 hectáreas. Todos los cultivos que abastecía quedan ahora a la intemperie, esperando unas providenciales lluvias, lo que de no suceder amenaza con una catástrofe sin igual. No solo se puede perder la cosecha. Los agricultores advierten de que de seguir así se van a morir los árboles frutales con unas consecuencias económicas dantescas.

100 litros de agua por pino

Guiteras es un autodidacta que puede presumir de codearse con eruditos como el arqueólogo Eudald Carbonell o el doctor Martí Boada, consultor de la Unesco y Premio Nacional de Medio Ambiente. Sus lúcidas reflexiones, rehuyendo lo políticamente correcto, nos empujan a una asombrosa conclusión: si no cuidamos el bosque, si no lo esponjamos, si no lo recuperamos, la densidad de árboles y la precariedad de éstos nos va a dejar sedientos.

Cada pino de 40 centímetros de diámetro consume entre 80 y 100 litros diarios. El efecto –cuando escasea la lluvia y hay un exceso de árboles por hectárea– es que disminuye la cantidad de agua en las cabeceras de los ríos. Y en los acuíferos. Es un cóctel explosivo. Un bosque excesivamente denso debilita la arboleda, favorece las plagas, acumula combustible, seca el subsuelo y crea así las condiciones ideales para incendios devastadores. Los llamados de sexta generación. Cuando se desata un incendio que afecta a un bosque superpoblado, con cantidad de árboles inertes que se han ido acumulando con el paso de los años, no hay quien lo pare, porque la cantidad de combustible que es pasto de las llamas es imparable para los bomberos. No solo avanza a una velocidad endemoniada. También con un poder abrumador que sobrecoge a bomberos y sobrepasa todos los medios de extinción de incendios.

La conurbación urbana

El área metropolitana de Barcelona es de las mayores conurbaciones urbanas de la Península. Y deberá seguir confiando para abastecerse de agua en el río Llobregat. Además del agua trasvasada del Ter con un caudal menguante. ¿Cuál es la solución? No hay milagros. Más agua regenerada, más desalinizadoras y un mejor aprovechamiento y racionalización del agua evitando las pérdidas (hasta un 30 por ciento) a causa de una red de tuberías deficiente.

Pero si se obvia la gestión forestal, Llobregat y Ter aún sufrirán más, porque en sus cabeceras cada vez hay más árboles y en peores condiciones. Y esos árboles que no dejan de multiplicarse sin control reclaman agua y se perjudican unos a otros en un recíproco estrés hídrico que los deteriora, los seca y, en último término, los mata. Sobre todo los pinos, pese a ser los más resistentes a la sequía. Aunque cuando llegan al límite mueren sin tener la capacidad de volver a rebrotar que sí tienen, en cambio, encinas o robles.

En la cuenca mediterránea predominan, con mucho, los pinares. Lo que da buena cuenta del problema cuando esta especie prolifera sin control y abarrota de madera y matorrales el suelo de unos bosques que llegan a ser intransitables. Todo a merced del fuego cuando este hace acto de presencia.

Un bosque sostenible debería contar con un pie de bosque de entre 400 y 1.000 árboles esbeltos y robustos por hectárea. Pues bien, en la Cataluña Central –y en general aquellas zonas que sufrieron incendios– proliferan las hectáreas de un nuevo bosque que alberga hasta 30.000 pies por hectárea. Una auténtica desmesura que favorece la aparición de todo tipo de plagas, árboles pequeños y débiles. Además de una notable pérdida de la biodiversidad.

Otra cuestión, lo que dificulta la gestión forestal, es que la mayor parte de bosques son de propiedad privada. Y su rentabilidad suele ser nula. Sin embargo, antaño no era así. Un bosque era una suculenta fuente de ingresos gracias al aprovechamiento de la madera. Hoy escasea el valor de una superficie forestal al punto de que puede ser una carga para sus propios propietarios. Gastos y obligaciones. Y ningún aprovechamiento razonable. No solamente eso. Se ha invertido la selección natural darwiniana. Los mejores árboles se han ido cortando sin criterio alguno y se han dejado, por contra, los que son defectuosos. El resultado de todo ello es un bosque insano, débil y enfermizo.