Eutanasia

Yo no soy Noa: así salió María del infierno de la anorexia

El caso de Noa Pothoven ha puesto el foco en las jóvenes que padecen anorexia y traumas psicológicos. He aquí la historia de María. Se considera curada, pero en su momento no podía discernir.

Padeció anorexia y «respiraba, pero sin estar viva; llega un momento en que no quieres estar», recuerda. Foto: Miquel González/Shooting
Padeció anorexia y «respiraba, pero sin estar viva; llega un momento en que no quieres estar», recuerda. Foto: Miquel González/Shootinglarazon

El caso de Noa Pothoven ha puesto el foco en las jóvenes que padecen anorexia y traumas psicológicos. He aquí la historia de María. Se considera curada, pero en su momento no podía discernir.

¿Preferiríamos un tratamiento para eliminar el sufrimiento o que un médico diese fin a nuestra vida? Noa Pothoven, la adolescente holandesa de 17 años enferma de anorexia, solicitó, sin éxito, la eutanasia. Ante la negativa, se dejó morir de inanición. Fue víctima de abusos sexuales a los 11 y 12 años, y a los 14 era violada. No soportaba más su sufrimiento psíquico y decidió despedirse a través de su cuenta de Instagram: «Seré directa: en el plazo de 10 días habré muerto. Estoy exhausta tras años de lucha y he dejado de comer y beber. Después de muchas discusiones y análisis de mi situación, se ha decidido dejarme ir porque mi dolor es insoportable». ¿Qué falló? ¿Por qué no se trataron adecuadamente sus trastornos? ¿Quién la dejó morir? ¿Por qué la familia lo permitió? La eutanasia es legal en Holanda desde 2002 y, a partir de los 12 años, pueden pedirla los niños con enfermedades sin curación y padecimientos insufribles con permiso de los padres. Desde los 16 deciden por su cuenta, siempre que tengan autorización y ayuda médica. Un protocolo aprobado en 2018 establece, sin embargo, que, puesto que un desorden psíquico puede influir en la capacidad del paciente para discernir, es difícil saber si ese deseo es voluntario y meditado. Por eso, «al menos dos expertos deben evaluar la situación».

La eutanasia, que se instituyó para dar al paciente derecho a decidir por sí mismo, ha provocado que hoy la muerte a la carta forme parte de la vida cotidiana de sus ciudadanos. Y el debate sobre ese nuevo poder de administrar la muerte vuelve ahora con el rostro de Noa. ¿El sufrimiento mental es razón suficiente para morir? ¿Qué ocurre con la capacidad médica para tratar enfermos depresivos cuando la muerte es una opción tan al alcance?

Ganas de vivir

Unos 70 millones de personas en el mundo sufren algún trastorno de la conducta alimentaria (TCA). En España, alrededor de 400.000. La mayoría son jóvenes y adolescentes de entre 12 y 24 años. El deseo de muerte inmediata es una reacción frecuente en los enfermos de anorexia. María Cuesta enfermó de anorexia a los 12 y, al conocer la historia de Noa, se reconoce en las palabras que la niña dejó escritas: «No vivo desde hace mucho tiempo, sobrevivo, y ni siquiera eso». Durante la etapa en la que su vida se convirtió en un continuo trasiego de visitas a hospitales y centros especializados, María «respiraba, pero sin estar viva». En su ensayo «Seducidos por la muerte», el psiquiatra Herbert Hendin expone que, ante una petición de muerte por parte de pacientes desesperados, la respuesta correcta no es ni la aceptación ni el rechazo. «Un psiquiatra debe buscar el origen de esa desesperación y tratar de ponerle remedio». Es la opinión que plasma también el experto en Bioética americano Franklin G. Miller en un artículo publicado en la revista «Journal Medical Ethics»: «A los pacientes con depresión resistentes al tratamiento siempre se les pueden dar nuevas ayudas terapéuticas que mejoren su calidad de vida y les devuelvan las ganas de vivir». María estudia en la Universidad Nacional a Distancia y se considera curada después de haber vivido una buena parte de su vida sometida a una restricción calórica cada vez más severa. «Me horrorizaba la posibilidad de ganar peso y me resistía a reconocer el peligro que tenían mis hábitos. Sumida en pensamientos y rituales obsesivos con la comida, me volví depresiva y me aislé social y familiarmente». Apenas recuerda con nitidez aquellos días porque explica que la falta de alimentación produce cambios en el cerebro y hace que el pensamiento cognitivo sea lento y dificultoso aunque se tenga un buen desarrollo intelectual. «Mi estado era de confusión y desconfianza. Lopeor de la anorexia es que no reconoces que la tienes». Cuando estaba al borde de la muerte, la ingresaron en el Hospital Clinic de Barcelona durante varios meses. «Mi vida corría peligro, pero los pensamientos negativos seguían recurrentes. Presa de mis obsesiones, sentía que la cabeza me estallaba». En el hospital descubrió que seguía el mismo patrón que el resto de las pacientes. «Nuestra vida se iba contando calorías y con una preocupación extrema por la composición exacta de los alimentos. A cada instante, verificábamos que sobre nuestros huesos no había ni un gramo de grasa. Llega un momento en el que sientes que lo has perdido todo, que nada tiene sentido y, simplemente, no quieres estar».

La lucha contra la desesperanza

Salió del hospital con 15 kilos más, aunque con la percepción de haber aumentado su tamaño un 250%. «Entonces recibí una terapia que me enseñó a comer de nuevo. Me curé y recuperé mi vida. Hay que decir que se puede salir de esto». Su existencia ha cobrado un sentido por completo diferente y su testimonio sirve estos días de contrapeso a ese mensaje de muerte que ha propagado la noticia del fallecimiento de Noa. La psicóloga Sara Bujalance, directora de la Asociación Contra la Anorexia y la Bulimia de Cataluña (ACAB), explica que esta enfermedad es muy compleja. «Noa, como cualquier otra persona que padece anorexia, tenía secuestrada su voluntad y la mente invadida por la desesperanza. En ese estado ninguna paciente es capaz de encontrar una salida a su insatisfacción y tristeza profundas. El sufrimiento es terrible, más aún si, como en su caso, existe una experiencia traumática en su pasado». Según Bujalance, el deseo de morir debe interpretarse como una petición de auxilio y una distorsión del pensamiento. En su obra autobiográfica, «Ganar o aprender», Noa lanzó una crítica contra el sistema holandés porque no dio una respuesta conjunta a sus necesidades físicas y psíquicas. Murió sin denunciar las violaciones y habiendo revivido el miedo y el dolor cada día de su corta vida. «Estoy siempre asustada, en guardia. Aún siento que mi cuerpo está sucio» se confiesa.

Dice el médico holandés Dirk Jan Bakker que una ciencia médica que necesita de la muerte o de la eutanasia debe ser cambiada cuanto antes por una medicina que atienda incluso cuando ya no haya curación. Es verdad que con Noa no ha habido eutanasia, ni siquiera suicidio. Simplemente, se ha dejado morir. De hambre. Para el Observatorio de Bioética de la Universidad Católica de Valencia, podríamos estar ante una variante benigna de la eutanasia y del suicidio asistido. En un comunicado, considera la muerte de Noa como un signo de debilitamiento progresivo del carácter inviolable de la vida humana y de los derechos que la protege. «Por más que entendamos su sufrimiento, la valoración ética de este tipo de acciones no puede quedar diluida bajo una pátina de bondad, compasión y amor. Por muy duro que parezca, la lástima que provoca una situación de sufrimiento nunca puede justificar quitarse intencionalmente la vida. Si así fuera, ¿dónde fijaríamos el límite del sufrimiento?»

Ante estos discursos, el psiquiatra José Luis Pedreira, especialista en psiquiatría infantil y adolescencia y codirector de la Unidad de Trastornos Mentales del Hospital La Luz, se rebela: «El impacto mediático está haciendo que se distorsione la realidad y la exposición de los hechos. Hay elementos que se están quedando fuera. La anorexia desfigura esa estructura mental que permite a cualquier individuo desenvolverse en el mundo. Noa tenía alterada la imagen de sí misma, la forma de percibir el mundo y su propia capacidad de autocontrol».

Su explicación es que la niña desarrolló estrés postraumático como respuesta emocional a los abusos. «Pero conociendo a los profesionales que la han tratado y sabiendo cómo funciona el sistema sanitario holandés, me niego a considerar que le faltó atención médica. Más que un trastorno, la anorexia es una manifestación de un proceso mental que provoca una gran distorsión mental y la sensación de no recibir apoyo. Por otra parte, la familia no es neutral en este episodio, sino que tiene sus implicaciones y responsabilidades». El psiquiatra insiste en que en salud mental no existe una situación de causa y efecto, sino una realidad en la que han intervenido muchos elementos: la propia paciente, la familia, su historia vital, el contexto. «Huyo de una respuesta lineal, fácil y simplista» afirma.

Pedreira sugiere que los TCA podrían incluso considerarse una forma de expresión de los trastornos mentales, del mismo modo que la fiebre puede ser un síndrome básico presente en la amigdalitis. Entiende el debate que ha despertado, pero apela a sus 45 años de trabajo con adolescentes para invitar a una reflexión más serena, tomando la distancia adecuada para valorar con lucidez, lejos de apasionamientos y de prejuicios.

SEIS MESES DE ESPERA

Casi la mitad de las pacientes se curan con seguimiento semanal durante los primeros doce meses; a un 30% le quedan síntomas residuales; en un 20% de los casos la anorexia se cronifica y 5 de cada 100 mueren. Una petición de ayuda tardía supone una condición de salud crítica, muy bajo peso y riesgo de que fallen los órganos vitales. Según la Prensa holandesa, Noa tuvo que esperar más de seis meses para lograr una cita en la clínica especializada de Zutphen, lo que hizo necesario que fuese alimentada por sonda durante los últimos años de su vida.