Obituario

Adiós al verdadero Perro Verde

El periodista y escritor Jesús Quintero fallece a los 82 años

El periodista en una sesión de fotos en los tejados de Sevilla
El periodista en una sesión de fotos en los tejados de SevillaManuel Olmedo

La voz de Jesús Quintero penetraba en la madrugada como un cuchillo ebrio en la soledad de los hogares de la primera democracia. Entonces ya hacía tiempo que había dejado de ser aquel chico que soñaba en un pueblo de Huelva con ser locutor. Le gustaba el teatro, actuar, ser otro dentro de un guion, pero tuvo que hacer una gris oposición para entrar en Radio Nacional de España. Las cosas, «como si aquello fuera la BBC», me contó sentado en la terraza de su casa, a pocos metros de la Catedral de Sevilla, donde guardaba su archivo de entrevistas geniales. Antes de dejarme hablar, me escrutó con sus ojos de chivo igual que miraba a los personajes a los que entregaba sus famosos silencios, que solo eran pausas porque no sabía cómo continuar la conversación y me contó su secreto: «La gente pensaba que eran impostados, pero la verdad es que me quedaba en blanco».

Sucedió en los tiempos de los largos monólogos de «El Loco de la Colina», el programa con el que se hizo famoso a comienzos de los ochenta y con el que cruzó el charco para convertirse en un fenómeno de masas. En el país de la terapia hablaba en la nocturnidad del estudio para quitarse los demonios de encima. «Tenía una depresión muy gorda, me pasaba el día tirado en el sofá y una noche le dije al técnico que pusiera un disco, una música cualquiera, y comencé a largar». Sonaba entonces «The fool on the hill» («El loco de la colina») y ése fue el título del espacio, aunque los directivos de la cadena querían que se llamase «Para mayores sin reparos», que sonaba a fracaso inmediato. Ante su micrófono pasaron todos los perros verdes y los ratones coloraos del hampa y el poder, que se morían porque el periodista les incluyese en aquel retablo de raros. Mientras, vivía a todo trapo por Sevilla con Rolls Royce blanco conducido por una chófer negra, metido en negocios calamitosos y deudas bajo un aura de malditismo que se encargó de construir a su medida. Antes de aquello, preñó con Paco de Lucía un éxito mundial con la rumbita tonta a la que el guitarrista no le hacía mucho caso y que se llamaba «Entre dos aguas». Con sus gafas de concha y aspecto de gurú del 68 convenció a las emisoras para que la pusieran durante horas. Triunfaron.

En su ruleta rusa del periodismo se marcó un tanto cuando entrevistó a Rafi Escobedo en la misma cárcel donde después se quitaría la vida. Aquel hombre ya era un moribundo, pero Quintero le ofreció la humanidad que la sociedad española le había negado desde el asesinado de sus suegros los Marqueses de Urquijo. Al Igual que Fellini, dignificaba a la ristra de personajes a los que sacaba su verdad ante el micrófono. Ya fuera Mario Conde, Lola Flores o una de las madres de la Plaza de Mayo. Dotado de un especial magnetismo, aunque puede que todo fuera mentira, un mero artificio; nadie ha logrado en el género de la entrevista una obra que se le pueda acercar ni de lejos. Durante los años dorados de Canal Sur grabó con Antonio Gala, su mejor compañero de conversación, el programa «Trece Noches» para reflexionar sobre los grandes misterios del ser humano. Era un pequeño saltamontes que preguntaba por el amor, el dinero, la existencia de Dios o el sentido de la vida mientras millones de andaluces asistían sin moverse, atónitos ante el televisor, a la milagrosa explicación que el escritor recreaba como un maestro zen. Desmesurado en gastos, siempre trató de que la producción fuera la mejor técnicamente, en luces, en sonido, en ambientación; aunque luego no pagara las facturas, ni a los empleados ni los gastos del plató, ni a nadie. Vivió a su aire, pero feliz de haber creado un personaje a la altura de los que cultivó durante años en esa cuadra decadente en la que vivían Pozi y Risitas o Penumbra hasta que su brillo menguó con la edad y el cambio de paradigma de la comunicación, como se demostró en una disputa con Carlos Alsina hace unos años en la Universidad de Málaga. Murió ayer solo en las orillas de una profesión que ya lo veía como uno más de sus juguetes rotos, como el último perro verde.