Galicia
Cabo Home devuelve al visitante a su estado primitivo
En la primera parada del camino que me llevará a recorrer la totalidad de la costa ibérica durante mes y medio, desde Vigo hasta regresar a Vigo, he encontrado uno de los mayores espectáculos de la naturaleza gallega
Las ciudades son engañosas, en ocasiones. Nos entretienen con sus bellezas particulares, arrastrándonos por sus calles, y nosotros no lo sabemos todavía pero nos están distrayendo de un espectáculo de belleza aún mayor que ellas. Ocurre en Vigo. El visitante poco informado pasea por su zona marítima embelesado, observa los barcos pesqueros y los monumentos a la mar y sus héroes, sin saber que a menos de cuarenta kilómetros, rondando la localidad de Cangas, se inclina hacia el mar uno de los paisajes más bellos que puede dar Galicia. A esta esquirla robada de paraíso la llaman Cabo Home, el cabo del hombre, y aquí se ven algunas de las puestas de sol más hermosas del mundo.
Primera parada: Monte Facho
Antes de recorrer el estrecho sendero que lleva al regalo de Cabo Home, hace falta retroceder, en tiempo y en espacio. A menos de 3 kilómetros siguiendo la línea de costa, llegando con el coche desde Vigo, es de visita indispensable el Monte Facho. En esta pequeña elevación cruzada por pedazos de roca quebrada se acumulan tantas historias que, de prestar atención, no seríamos capaces de escucharlas todas en el breve tiempo que dedicamos a conocerlo. Tampoco sería suficiente si escuchásemos durante días, o semanas. Haría falta zambullirse en las entrañas del monte y arrancarle las historias como haría un minero con la plata pero temo que, aun así, no conseguiríamos conocerlas todas.
Retrocede al estado primitivo. Ya conocemos el misterio que rodea la cultura gallega desde sus cimientos, es mágica, fantástica, piadosa, excitante, única. Tantos adjetivos se condensan en el monte. Los arqueólogos que descubrieron sus historias dataron los primeros asentamientos humanos en torno al siglo X a.C, tratándose del centro de peregrinación más antiguo de Galicia. Poco se sabe de este primer poblado, nada más que su tamaño era excepcionalmente grande para la época, pero las historias se condensan con la llegada de los romanos. En lo alto del monte levantaron un templo dedicado a Berobreo, dios que era al mismo tiempo romano y galaico, en la cima misma, en el punto exacto en que el solsticio de verano se hunde hasta estallar.
Subiendo por la calzada romana que lleva a la cima, todavía intacta, el visitante corre el peligro de sucumbir a los hechizos milenarios que empapan el monte. Helechos y flores con propiedades mágicas para los primeros celtas crecen con deliciosa travesura a cada recodo del camino, siguen en pie pequeños trechos de muralla carcomidos por el musgo y los muretes de los asentamientos aguantan con tozudez insaciable el paso del tiempo. Se debe estar atento. Cada uno de estos detalles datan de épocas diferentes y pueden abalanzarse sobre los más despistados, las hierbas proceden de un pasado irreconocible, la muralla de épocas romanas, los asentamientos fueron construidos en torno al siglo XVIII antes de ser abandonados.
Una vez alcanzada la cumbre, junto a las ruinas del templo, un pequeño puesto de vigía otea obstinado el horizonte. Nadie le avisó de que los vikingos hace tiempo que se fueron. Las vistas que permite este punto, con Vigo muy pequeño a las espaldas, el Atlántico infinito de frente y la sinuosa línea de costa gallega culebreando como si volviese de una noche de verbena, retroceden al hombre a su estado primitivo. Es sencillo borrar con la imaginación todos los edificios y cualquier vestigio humano para sentirse un afortunado viajero del tiempo, inmerso en los primeros días de la cultura gallega.
Vuelta al paraíso en el Faro de Peña Subrido
Tras esta alocada experiencia de sensaciones e historia, el visitante es libre de visitar el plato estrella de la zona (aunque las famosas playas de Barra y de Viñó también están allí y son de baño muy agradable). Es el Faro de Peña Subrido de Cabo Home, uno de los tres que señalan el acceso de la ría de Vigo. Tras pasar un trecho del camino en coche, o por un sendero para excursionistas escondido entre los pinos, el recorrido se estrecha por los arbustos del acantilado y es necesario hacerlo a pie. La sal del mar y la furia del viento no permiten un solo rastro de vida que se levante por encima de los dos metros.
Zigzaguea nuestro hombre primitivo, con cuidado de no desgarrarse las piernas con las zarzas y observando las flores, henchidas con un olor dulzón mientras esperan la llegada de la noche. La hora adecuada para realizar este camino es en el momento exacto del atardecer, así se podría ver la puesta de sol desde el extremo del cabo.
El faro es alto y blanco, decorado con ventanas de marco azul, es solitario y orgulloso, valiente frente al mar. Recibe al hombre primitivo como lo haría un viejo amigo. Cuando se llega hasta él, parece que basta con extender los dedos de las manos para rozar las codiciadas Islas Cíes, están tan cerca, en la frontera que marca la tierra con el fin del mundo, y las sensaciones alcanzan un éxtasis. Animo al viajero a dejar la cámara de fotos en su funda y capturar las imágenes de la belleza con la mirada, sin edulcorar. El sol ya está bajando. Pedazos de olas se estampan contra las rocas y suben unos metros, como niños saltando por encima de una valla para observar mejor el espectáculo. Quiero pensar que recorrieron largos kilómetros por el océano para llegar hasta aquí. Las gaviotas, acostumbradas a esta belleza, dan la espalda al sol moribundo y juegan con las corrientes de aire para planear en silencio.
Son tres los momentos en que el visitante vuelve en Cabo Home al estado primitivo: el primero, en Monte Facho, inmerso en el escenario de sus primeros habitantes; el segundo es en Cabo Home, el paraíso gallego, como si hubiésemos accedido a un tiempo en que el hombre todavía paseaba el Jardín del Edén sin preocupaciones; y la tercera, definitiva y salvaje, junto a esa puesta de sol purpúrea en el faro, solitario, lejos del ruido y de las máscaras.
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