Viajes
Una ruta de tapeo por el barrio de Triana
Sencillamente exquisito
Lo de irse de tapas en Sevilla es una ciencia que empezaron nuestros antepasados y que las generaciones siguientes han ido puliendo hasta hoy. Un extranjero (por ejemplo, un inglés) no alcanza a comprender el montonazo de variantes que han de tenerse en cuenta. Dependiendo de la temperatura se probarán unas tapas u otras, en esta o aquella cantidad, en esa o esa terraza, acompañadas con un número concreto de cervezas. Un caracol por encima de lo permitido podría terminar en desastre. Hace falta ser sevillano o ir acompañado de un amigo sevillano para cumplir con el ritual sin caer en lo pagano. Ellos conocen las mejores esquinas del barrio de Triana donde barajar el sabor agrio de la cerveza con los restos dulces del tomate, cortado en rodajas muy finas y fresco, delicioso. A falta de un compañero que sepa guiarnos en esta aventura gastronómica, al modo de un Gandalf andaluz (con banderilla en lugar de vara y sombrero de ala ancha donde debió llevar el sombrero de pico), entonces quizá sirva esta pieza para completar la compleja ecuación de Triana.
El Mercado de Triana
Podemos acceder al barrio de Triana por cualquier callejuela pero si quisiéramos hacerlo bien, siguiendo las tradiciones, entonces tendríamos que cruzar el puente de Isabel II y dedicar un segundo a admirar la Torre del Oro, hecha con piedra. Dos, tres, cuatro pasos después entraríamos en el Mercado de Triana y abriríamos unos milímetros nuestras fosas nasales. Y entran cientos de olores. Quesos de cabra, de oveja y de vaca; chorizos de cerdo, cerdito y cochino; chipirones, lenguados, sardinas, boquerones, merluzas, gambas, almejas, coquillas, atunes, mejillones, peces feísimos que no tienen nombre; lechugas que brillan, berenjenas, tomates a punto de estallar, pepinos, pimientos, calabazas; manzanas, albaricoques, naranjas, limones, sandías, melones. Abundancia y olor. El procedimiento del tapeo requiere abrir el apetito mientras desmenuzamos este tipo de aromas que hombres mejores que nosotros arrancaron de la tierra y del mar para que hoy podamos ver y tocar, jugar y ganar, y nuestro instinto nos llevará (empujado por el apetito del placer sevillano) a sentarnos en El loco de Sanlúcar.
Seguimos dentro del Mercado. Todo es absolutamente original. Una mujer con muletas y medio tarada insiste en contarle sus dramas a los inocentes comensales mientras sorbe con fuerza un chato de vino. Afuera hace un calor soportable pero dentro se mezcla el aire con el hielo de las pescaderías y sopla frío en el cogote. El ir y venir del bullicio es tonificante. Pedimos la primera ración sin poder contener nuestra emoción, una extravaganza andaluza con la que empezar nuestra aventura: son unos camarones del tamaño de una uña que se comen con un chorrito de limón y sin pelar, así, se lanzan directos al gaznate. Pequeños mordiscos crujientes. Se sucede el crunch crunch de las quisquillasjunto al glup glup de las cervezas y pedimos la tapa siguiente: bacalao con tomate y dos pimientos de padrón que lo acompañan. Es un plato clásico, nutritivo, sabroso y barato, entonces podemos decir que cumple todos los requisitos a seguir en una tapa de verdad, sin tonterías. El toque embrutecido del bacalao, conjugado con el mimo del cocinero a la hora de rebozarlo, es sencillamente genial.
La jungla de cristal
El cristal está en las cervezas. Porque en el momento en que empiezan a desfilar las tapas pues es normal que el cuñado pueda perderse en la jungla de cristal, cuando lo que importa aquí, y esto me lo dijo un sevillano, es equilibrar las cervezas con el tapeo; es una operación delicada, ya se dijo. Puede parecer un juego complicado pero a fuerza de costumbre y dejándonos llevar por las compañías adecuadas le pillaremos pronto el tranquillo. Salimos del Mercado para zambullirnos en la jungla de cristal. Las terrazas brillan porque el sol siempre sonríe a su niña mimada que es Sevilla.
La Taberna Miamipuede ser un buen lugar para pedir los archiconocidos caracoles de Triana, aunque la disputa sobre qué local hace los mejores caracoles en el barrio lleva dándose desde el siglo XVII, más o menos. Aunque los caracoles se tienen que pedir sin prisas. Se saluda al camarero, se le pregunta por la familia, el negocio, la vida, se niega con la cabeza junto a él cuando nos habla de la última correría de los políticos, se cuenta un chascarrillo y solo entonces (cuando se han cumplido todos los requisitos del cliché) pedimos otra cerveza y una copa de caracoles. Los caracoles desbordan la copa y su salsa de cebolla tibia y olorosa nos quiere pringar los dedos. En los minutos siguientes chupamos, lamemos, sorbemos, bebemos, masticamos, tragamos, eructamos, somos seres humanos del siglo XXI con los mismos brazos y las mismas piernas que el hombre neandertal. El placer es primitivo en el barrio de Triana y cualquiera que tenga ascos a la hora de comer caracoles será inmediatamente exiliado al Burger King.
Tras los caracoles se sucede un batiburrillo de sensaciones confusas. Las voces alegres y chillonas, la guitarra que toca el vagabundo durante un descanso en su camino, el sol que resbala un día tras otro desde hace siglos por las esquinas de esta ciudad histórica, las aceras calientes, los aromas que se persiguen como chiquillos de bar en bar. La vida se transforma en situaciones como esta en algo parecido a la droga, una medicina ancestral que nos inhibe, inyecta placer en las zonas adecuadas del cerebro, forma pequeñas y agradables lagunas en nuestra memoria. ¿Dónde vamos ahora? ¿Dónde estamos? Estuvimos varios minutos sentados en una terraza y bebimos otra cerveza, aniquilamos unas papas arrugás y un revuelto de setas con ajito picadito muy fino. Recordamos haber paladeado el sabor dulzón de un pisto. La operación del barrio de Triana es complicada y corre el riesgo de devorarnos a nosotros.
Conviene hacer una parada en el camino, sentarnos un momento en La cuna de Trianapara recuperar fuerzas y pedir una ración de boquerones en vinagre. Y otra cerveza, o quizás un agua. Desde allí habrá que planear el asalto final para terminar con esta aventura y regresar al alojamiento donde dormiremos un siesta soberana que es mano de santo para despejar las bebidas y completar la digestión.
Los últimos de El Mantoncillo
El forastero que cumpla con el recorrido completo del barrio de Triana puede llegar a ser nombrado hijo predilecto de Sevilla y roza la categoría de héroe incluso a ojos de los más veteranos. Entonces debemos ser muy cuidadosos a la hora de sentarnos en el último bar.El Matoncillo. El agua del Guadalquivir se evapora lentamente y paga su peaje de humedad en las barandillas de su terraza, forma graciosos tirabuzones sobre los toldos y se engancha al anzuelo que lanzan las nubes. La silueta de Sevilla parece compleja y enigmática desde nuestro asiento, coloreada de un marrón claro.
Un plato de tomate que cortaron en rodajas muy finas, aliñado con un chorrito de aceite y un escupitajo de vinagre. La mojama más tierna que he probado jamás. Una cerveza fría. Quizá los ojos de un amor. ¡Qué romántico, qué atardeceres tan bonitos cuando parece que nacen de la Giralda! Ya solo queda dar las gracias a Baco y a la Virgen de los Reyes por haberse confabulado, esparciendo desde hace siglos sus milagros por este barrio fantástico.
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