Viajes
Bienvenidos a la capital más contaminada del planeta
Ulán Bator vive otro invierno más envuelto por la nube mortífera del carbón
En verano es el polvo. Pero no es el polvo que podemos encontrar enredándose en el tráfico de Bakú, ni la arena del Sáhara que un puñado de veces al año se sube al viento para introducirse en la ciudad de Dakar. Es un polvo todavía más fino. Más insoportable que ninguno que haya visto antes. Cuando el autobús atraviesa las afueras de Ulán Bator durante los meses de verano, una nube mortecina envuelve la carrocería como pretendiendo devorar el metal, como masticándolo por puro capricho, como si este polvo que hace remolinos y serpentea y entra en los pulmones fueran unos dientes masticando un chicle de chapa. En verano es el polvo insoportable y fino de las carreteras y las cunetas. Un extranjero tose, se tapa la boca, hace muecas exageradas. El mongol cierra la ventanilla del autobús con naturalidad y mantiene la mirada perdida y fija en sus pensamientos.
En invierno es el humo. Es tan denso que el sol apenas logra verse como un disco tembloroso, el sol se ve patético e impotente allí arriba, igualito que en las películas donde nos muestran cómo sería un invierno nuclear. Cuando el autobús atraviesa las afueras de Ulán Bator, los pasajeros ya no se molestan en cerrar la ventanilla. No serviría de nada. En cuanto el conductor abra la puerta para que suban nuevos pasajeros, una ola de ese humo copará cada milímetro de aire respirable, y todavía entrará más en la siguiente parada, en la siguiente, en la siguiente... entonces no importa que cierres las ventanas porque el humo penetrará cada rincón de la ciudad y todos masticaremos su sabor metálico y agrio, un sabor que nuestros instintos analizan con rapidez antes de gritarnos: ¡este olor no puede ser bueno! ¡este humo es perjudicial para ti! ¡evítalo! El extranjero se ajusta la mascarilla. El mongol tose. Mantienen al mirada perdida y fija en sus pensamientos.
Cambio climático, sí o sí
En torno a 400 infantes fallecen cada invierno en Ulán Bator a causa de la contaminación de la ciudad, según datos arrojados por UNICEF. Enfermedades pulmonares como la pulmonía, la neumonía o el asma, y por supuesto que infinitud de variantes del cáncer, enquistan la vida de decenas de miles de niños. Una contaminación que es 35 veces mayor de lo habitual durante los meses de invierno en la renqueante capital mongola. Una contaminación que multiplica por 3,5 los abortos naturales (si un aborto provocado por la contaminación puede tratarse como natural). Una contaminación que ha hecho de Ulán Bator la capital más peligrosa para los niños. Más peligrosa que México D.F o Caracas. Aquí las balas se echan a la estufa y combustionan muy despacio, antes de salir pulverizadas por las chimeneas y manosear los pechos de los lugareños.
El drama empieza en los años 2000, con la aceleración del cambio climático. Aquí nadie discute que el calentamiento global (o el cambio climático) sean verdaderos. La realidad es demasiado densa como para negarla. Es porque en Mongolia llevan viviendo al ritmo de las estaciones a lo largo de milenios: en verano caen fuertes lluvias que riegan la estepa y estiran la hierba para cebar a los enormes ganados caprinos que alimentan a prácticamente todo el país; en invierno, la nieve cubre con un generoso manto esta hierba casi sagrada, manteniéndola intacta hasta que llegan los deshielos de la primavera. Mongolia se transforma durante el invierno en una nevera gigante. Pero, ¿qué ocurre cuando no nieva lo suficiente durante el invierno? ¿O si nieva demasiado? ¿Si la hierba se ve mustia y amarillenta en los meses veraniegos? ¿Qué hacer cuando las cabritas no tienen alimentos suficientes y mueren antes de que acabe el año?
Los últimos años, la hipótesis se ha transformado en realidad. No nieva lo suficiente. La hierba está seca. Cuando el invierno mongol hecha su aliento rozando los -40 ºC de temperatura, las cabras tiritan un segundo y se mueren. Los ganaderos miran a la cabra muerta y reconocen que ahora no tienen más opción que migrar a la ciudad en busca de una nueva vida. Esto ocurre con la vida de miles de personas, y el número aumenta a cada año que pasa: a día de hoy, la mitad de la población de Mongolia vive en su capital Ulán Bator. Esto no son teorías. No son discursos dogmáticos de Greta Thunberg. No es una estrategia de Soros para hundir la economía europea. Es la realidad que yo he visto con mis ojos. He respirado el polvo y el humo y he triturado con la misma mano con que escribo la hierba amarillenta. He escuchado a los niños toser. Es una realidad para un millón y medio de personas que no necesitan escuchar una sola palabra para reconocer que el calentamiento global les ha bajado los pantalones.
El camarote de los hermanos Marx
Es evidente que la ciudad nunca estuvo preparada para recibir tal avalancha de migrantes. Ahora se congregan a duras penas por los alrededores polvorientos de Ulán Bator, conformando una dantesca escena que se asemeja al camarote de los hermanos Marx, solo que a una escala gigantesca. Vienen del campo con las pieles de las cabras desolladas y se buscan la vida como buenamente pueden. En verano no es demasiado duro (quiero decir que no es más duro que decenas de ciudades del mundo como Bamako o Puerto Príncipe o Nom Pen o cualquier otra capital de un país subdesarrollado). Pero cuando llega el invierno y las temperaturas son capaces de congelar un estornudo, entonces sí, entonces la vida se vuelve más dura que la cabeza de Pablo Iglesias. So pena de morir congelados en sus casas, los mongoles que habitan las afueras de la ciudad y que no poseen modernos sistemas de calefacción, utilizan el combustible por excelencia en la historia de la humanidad: es el carbón.
Ese carbón que provoca que ciertas zonas de la ciudad alcancen niveles de PM2.5 (partículas muy pequeñas suspendidas en el aire y que tienen un diámetro de menos de 2.5 micras, capaces de infiltrarse no solo en el autobús, sino también en todos los sistemas de defensa del cuerpo humano) de 687 microgramos por metro cúbico, un número que supera en 27 veces el recomendado por la OMS. Cientos de miles de personas queman carbón a diario hasta quemar un total de un millón de toneladas de carbón anuales. Para los poco enterados en esta materia, ya adelanto que este número es una puñetera barbaridad. Los niños en los hospitales atestados están allí para tosérnoslo.
¿Qué hace el gobierno?
El caso es desesperante y el gobierno mongol lo sabe. En 2019 se lanzó un programa nacional contra la polución que ha adoptado diferentes medidas y cuyo resultado, lamentablemente, es más que insuficiente. Por ejemplo se ha procurado cambiar el carbón mineral en crudo por briquetas de carbón, que teóricamente contaminan menos pero que también tienen un precio más elevado. También existe un programa de subvenciones para comprar vehículos híbridos. Una medida que explica la apabullante cantidad de Toyota Prius que hay en la ciudad. Apabullante. Estoy seguro de que ninguna capital mundial posee tantos coches de esta marca runruneando por sus calles.
Y ya. No hay más medidas posibles. No las hay porque no es posible. No hay dinero para instalar tantos sistemas de calefacción. No hay forma de hacer que el frío desaparezca en invierno, eso no es posible, no existe todavía la máquina que derrote al invierno. No hay forma de frenar la riada de migrantes porque la cabra se muere y no hay manera de resucitarla. Ocurre que en ocasiones no es posible derrotar a la realidad. Aunque algunas personitas que chillan por el televisor pretendan ignorarla.
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