Destinos
Ciudades de incienso y viento sobre fondo rojo
Navegar sobre el Mar Rojo en una ciudad que lo tiene todo es el pretexto que MSC Cruceros propone para echar el ancla en destinos fascinantes
En el que dicen ser el mar más cálido del mundo, las horas del amanecer enloquecen el reloj, según el país que bese sus orillas y, los atardeceres tibios, la visión: no todos los días la luz se desvanece en semejante fondo rubí. No es la única poesía visual que, lejos del frío de febrero que cuatro horas y media de avión convierten en un espejismo, se descubre a bordo del barco MSC Splendida, la primera naviera en ofrecer itinerarios regulares en el Mar Rojo. Siete días, con sus respectivas siete noches estrelladas de navegación, tres países en tierra firme y el servicio exclusivo de su Yacht Club, no son precisamente un canto de sirenas.
El aire templado de la madrugada, dos horas de trayecto poco transitado y una irregular sucesión montañosa que coquetea con el malva y el negro, separan el puerto de Aqaba de la ciudad más codiciada de Jordania, aunque aún quede un 80% por desenterrar.
La joya de Jordania
Por mucho que se haya leído sobre este capricho rosado y próspero del imperio nabateo, gracias a su posición estratégica en la ruta de las caravanas, Petra es un sobresalto genial para los sentidos. El sonido pedregoso de las pisadas de los turistas al inicio de la travesía hacia el Siq desaparece conforme este espectáculo de roca arenisca, cincelado por el viento y la lluvia, serpentea con naturalidad a lo largo de un kilómetro y medio. A veces, entre el cañón de 80 metros de altura, una ráfaga de suerte ulula entre las curvas que desembocan en el Tesoro, el Mausoleo del rey nabateo Aretas. Es entonces, sin nadie y en silencio, cuando la atmósfera evoca el rumor del agua que tintineaba a lo largo del canal aún excavado en el desfiladero y se escucha el eco de aquellas caravanas que llenaban de color, olor y productos exóticos un imperio que floreció, desde el siglo VI a.C., gracias al comercio de mirra, especias, seda o incienso entre Asia y Europa. Desde el mirador de acceso «supuestamente prohibido» se puede saborear un té con vistas a su fachada más emblemática (junto a la del Monasterio) y al inicio de la ruta que conduce al anfiteatro, cuya capacidad se amplió durante la época romana para albergar 6.000 espectadores. El desvío de las caravanas y el terremoto del año 336 d.C. sepultaron su esplendor.
Tras un día de navegación y 566 millas náuticas, se desembarca en Jeddah, Arabia Saudí. La proximidad de este país que comparte sus tentaciones turísticas desde septiembre de 2019, cuando concedió los primeros visados a turistas extranjeros, se perciben a bordo: el aire es aún más cálido. Una excusa que, junto a la cultura, la gastronomía y el ocio, persiguen los privilegiados que saborean unas vacaciones sin rastro de frío en el Mar Rojo. No olvidemos que, en esta pequeña ciudad flotante de 450.000 m2, los 4.363 pasajeros que pueden pernoctar en sus 1637 camarotes (43 de ellos para cruceristas con movilidad reducida) disponen de actividades para todas las edades y gustos. Entre sus 18 puentes y cinco piscinas, se puede disfrutar de clases de yoga o tango, de una sesión en el gimnasio y de una película en el cine. También de una partida de bolos, un masaje en su área termal y música en vivo. Todo ello gracias a una tripulación cercana a las 1.400 personas. Uno de ellos, el macedonio Goran Mishev, coordina la compleja logística de las excursiones en tierra.
Los dátiles jugosos de la sala de espera del aeropuerto privado de Jeddah, cuyo vuelo aterriza en Al-Ula, son el preludio para descubrir los dos millones de palmeras de esta ciudad oasis. Desde aquí, y tras una hora de autobús custodiada por una enigmática sucesión de esculturas de arenisca, el espectáculo no decepciona. Hegra en la Antigüedad y Madain Saleh en la actualidad, la segunda ciudad más esplendorosa del imperio nabateo, impresiona. No en vano fue el primer bien cultural en encabezar, en 2008, la Lista Patrimonio de la Humanidad de la Unesco y supone uno de los reclamos turísticos de Arabia Saudí para diversificar sus ingresos del petróleo.
La sensación de descubrir un patrimonio vetado a Occidente durante siglos, de pasear entre 111 tumbas monumentales talladas en la roca, de imprimir en la arena virgen las huellas que desembocan en el Castillo Solitario, un túmulo aislado de 20 metros de altura y portada esculpida al modo nabateo (de arriba hacia abajo), despierta un sentimiento extraño. Una mezcla de respeto y nerviosismo hacia lo inexplorado. De soledad entre sombras negras e intensas miradas tras un niqab. De curiosidad sobre cómo será este lugar remoto dentro de una década. El día termina con un atardecer mágico en la Roca del Elefante: imposible no alucinar con este imponente paquidermo, un recordatorio de lo sorprendente que puede llegar a ser la naturaleza. Un impacto que también bucea entre las aguas turquesas y los arrecifes de coral de Bayadah, una de las opciones que ofrece la escala en el puerto de Yanbu, donde vivió Lawrence de Arabia.
Entre los 18 puentes que MSC Splendida dedica a artistas universales como Michelangelo o Tintoretto, el número 15 recuerda a Leonardo da Vinci, precursor, entre otros, del submarinismo o la «nouvelle cuisine». Seguro que el genio refinado del Renacimiento hubiera disfrutado del espacio que esta naviera familiar, con 300 años de historia vinculada al mar, ha reservado para el servicio exclusivo que caracteriza su Yacht Club: 71 suites con mayordomo y balcones al mar, biblioteca, un restaurante gastronómico propio y una cubierta para relajarse tras un baño en su piscina privada.
En frames
Los tratados y dibujos visionarios que se conservan de Leonardo reflejan su asombrosa capacidad para visualizar el movimiento de las aves en frames. La última noche en el Top Sail Lounge de la proa, con un cóctel sobre la mesa y un canapé de salmón (se consumen más de 200 kilos durante una semana), es propicio para repasar algunos instantes tras las 1.700 millas náuticas recorridas: la belleza silenciosa de las pirámides de Guiza, ajena al caos de El Cairo; la obligada bajada claustrofóbica a la cámara desnuda de Kefrén; la risa cercana y los brindis divertidos frente al mar; el viento enredado en la abaya negra de la guía en el desierto y el destello dorado de sus gafas de sol, única licencia a la coquetería; el asombro de una pareja de Canarias mientras relataba su excursión a la ciudad santa de Medina, donde también se las apañó para acceder en el siglo XIX el explorador suizo, y descubridor de Petra, Ludwig Burckhardt; la rosa sobre el escritorio del camarote, un regalo de una joven de voz, y mirada hospitalaria, que compartía un café con sus amigas en Al-Ula. Y, cómo no, los surcos congelados en las curvas sinuosas del Siq, que recuerdan al pelo ondulado de «El nacimiento de Venus» de Botticelli. A él se dedica, por cierto, el puente 10.
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