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Los sueños cumplidos de Ángela Portero / Combate en alta mar: a la caza del Blue Marlin

Ángela Portero, durante la comida en alta mar
Ángela Portero, durante la comida en alta marlarazon

Si algo me sorprendía en alta mar era lo fácil que parecía pescar. Pescábamos al curricán, es decir, lanzando las líneas desde el barco y utilizando su velocidad para el arrastre de diferentes reclamos o cebos. Estos señuelos, artificiales, que simulan la manera de nadar de un pez pequeño real, se convierten en los verdaderos anzuelos. Los cebos son artificiales, coloridos y articulados. Los hay con forma de cefalopodos como el calamar o el pulpo, otros simulan ser pequeños peces, como las sardinas o los boquerones. Los hay con forma de pluma roja y de otros colores y los hay de colores fluorescentes con forma de cigala y otros casi transparentes e incluso negros. Dependiendo del señuelo que se utilice es más fácil capturar una especie concreta. A mí, profana en la materia, me maravillaba ver la caja dónde los Gianes guardaban un sinfín de cebos, plomos y otros utensilios para la pesca, la meticulosidad con que preparaban los anzuelos y el conocimiento que, sin duda, tenían y que nos aseguraba capturas diarias.

Todas las mañanas los Gianes echaban las lineas y era raro el día que no pescábamos. En ocasiones, nos teníamos que deshacer de las capturas debido a los parásitos que encontrábamos al limpiar el pescado y otras veces, después de que hubiera picado el anzuelo los liberábamos porque ya no teníamos sitio en el congelador o la nevera para conservarlos. Pescábamos sobre todo túnidos como el bonito atlántico y otros pescados azules y sobre todo, dorados, también conocidos como Mahi Mahi o pez limón. Los cocinábamos de innumerables formas: con tomate tipo marmitako, rebozado a la romana, al horno con patatas y verduras, a la espalda, a la bilbaína o la gallega. Hacíamos tartar de atún o ceviche de dorado y otras veces, simplemente a la plancha o en su jugo, en papillote. He de decir que, a pesar de estar casi quince días comiendo pescado como principal fuente de proteínas, se nos seguían ocurriendo nuevas recetas.

Como buenos aficionados a la pesca de altura, Giampa y Gianluca albergaban la ilusión de medirse contra un Blue Marlin. Ya habían capturado un atún de 50 kilos cruzando el estrecho de Gibraltar pero nosotras no estábamos aún navegando con ellos, así que no sólo nos perdimos su captura sino también el festín de degustar su sabrosa carne. Cuando llegamos a Al Jadida, ya no quedaba nada, pues habían repartido el botín con otros navegantes que, como ellos, se habían quedado atrapados en aquel puerto pesquero por el temporal.

El famoso Marlin gigante que habita en las aguas cálidas del océano atlántico, puede llegar a medir hasta cinco metros de longitud incluyendo su gran pico en forma de espada, su rasgo físico más distintivo. Aunque su carne es un manjar, los mayoría de los pescadores deportivos se limitan a capturarla y soltarla, disfrutando del duro combate, en el que no siempre sale victorioso el hombre. Y es precisamente por su carácter combativo, por lo que se le considera el santo grial de los amantes de la pesca deportiva. Su captura es un auténtico reto, un duelo de poder entre el hombre y el animal, un desafío. Y es que el Marlin, como el atún rojo, pertenece al club de los combatientes más duros e inteligentes de nuestros Océanos. Estos grandes depredadores nadan junto a las grandes corrientes submarinas para no consumir mucha energía en sus largos desplazamientos, y suben a la superficie a comer animados por el bullicio del motor del barco.

Pescar un Blue Marlin es el sueño de todo aficionado a la pesca. Capturarlo es, además de un espectáculo, un arte ya que el enorme animal se defiende, tira con fuerza en sentido contrario a la recogida de carrete, se sumerge a gran velocidad en las profundidades o salta sobre la superficie, elevándose varios metros. El combate puede durar horas lo que pone a prueba, en todo momento, la habilidad y la resistencia del pescador. Por eso se considera al Blue Marlin, la pieza reina, la captura entre las capturas.

Suena el carrete de estribor y todos gritamos: pescaaaa!. Sólo por el sonido y por la cantidad de hilo que se ha llevado, los Gianes ya saben que es un pez con ganas de luchar. El Comandante Máximo sube todo lo rápido que puede al Fly y apaga los motores. Giampa se va a la caña mientras Gianluca le ayuda a ajustarse el arnés y empieza a bombear la caña. Hay que recuperar a toda velocidad los centenares de metros del carrete que se ha llevado el pez que nada a una velocidad increíble en sentido contrario al nuestro. Pasan los minutos y Giampa continúa recogiendo metros y metros de línea. De vez en cuando para, bombea la caña y vuelve a esperar paciente. Yo lo grabo con el móvil y sigo buscando en el horizonte al que imagino es un monstruo marino, consciente de su fuerza con tan sólo ver la cara de Giampa y como se arquea la caña. Giampa que, hasta entonces, había estado de pie en popa protegido por el guardamancebos, decide sentarse en la escalera buscando estabilidad. Llevamos al menos 15 minutos de tira y afloja cuando lo vemos a lo lejos removiéndose en la superficie. Por fin, salta fuera del agua: ¡es un Marlin!.

El animal inicia una carrera frenética, nada en sentido contrario a nuestro rumbo y se sumerge en las profundidades poniendo a prueba la resistencia de Giampa que ya suda, agotado. Un espécimen adulto es capaz de acelerar rápidamente, alcanzando velocidades de hasta 70 kilómetros por hora, lo que le permite librarse de los anzuelos más resistentes. En cuanto al peso, existe una gran diferencia entre los sexos: las hembras pesan más de 450 kilos, mientras que los machos no suelen superar los 160 kilos. El martin azul gigante es un cazador que suele alimentarse en aguas superficiales de atunes, dorados y otras especies pero que también desciende a las profundidades en busca de calamares, una de sus carnadas favoritas. Cuando hay luna llena, cazan por la noche y cuando el agua está por debajo de los 22 grados no se dejan ver.

Giampa lleva cerca de una hora de combate y empieza a dar signos de agotamiento. Gianluca se sitúa en la escalera de popa, situándose frente a Giampa y ayudándole a bombear la caña, empujándola hacia delante aprovechando el peso de su cuerpo. Para hacerlo ha tenido que abrir el cierre de popa que une el guardamancebo al candelero lo que le coloca en situación de riesgo. No lleva arnés, ni chaleco ni mosquetón para asirse a alguna estructura fija del barco. Intuyo el peligro: si Gianluca cayera al agua, aún con los motores parados, la maniobra para dar la vuelta nos llevaría demasiado tiempo para recuperarlo con éxito.

La batalla continúa. Giampa sigue recogiendo y tirando sin ceder la tensión para evitar que el animal pueda soltarse con sus cabezazos. Sin guantes, las manos le queman y le duelen. Gianluca plantea el relevo y Giampa le cede el arnés de combate, un accesorio imprescindible para afrontar la lucha con garantías. Sentado sobre la escalera de popa, continúa tirando y recogiendo, confiando en que su oponente empiece a dar signos de agotamiento y poder acercarlo lo suficiente para capturarlo. La pesca es cuestión de paciencia, de conocer al pez.

Pero si en este duro combate se mide la resistencia del pescador y su presa, la pericia del patrón para orientar el barco es fundamental. En ocasiones, en su lucha desesperada por la libertad, el Marlin embiste hacia el barco o nada a velocidades increíbles de banda a banda y con esa tensión, el rozamiento del sedal con cualquier parte metálica del barco provocaría el corte y la pérdida del animal.

Durante algo más de una hora, el tiempo que duró la lucha, el Comandante Máximo se mantuvo en el Fly y nosotras en la bañera de popa, atentas al desarrollo de los acontecimientos y contagiadas por la emoción que se vivía a bordo. Pero de pronto, tras un impresionante salto del Marlin, éste consiguió con su espada romper el sedal y liberarse. Los Gianes se despidieron del bravo animal con un saludo de respeto. Les había vencido pero aceptaban el resultado con deportividad. Casi me pareció que se alegraban pues no vi en ellos ningún signo de mal perder, tan sólo una leve desilusión en sus ojos.

Si alguien estaba deseando que se acabara la jornada de pesca era el Comandante que, en cuanto supo que el animal había conseguido escapar, puso rápidamente el motor en funcionamiento para recuperar millas y todos volvimos a nuestros quehaceres.

Oliendo el peligro

Yo cocinaba una ensaladilla rusa, un plato que los italianos no conocían y Raquel preparaba el segundo, cuando mi amiga me preguntó: “¿no te parece que huele raro?”. Yo le dije: “ya sabes que apenas tengo olfato”. Y es que yo apenas tengo capacidad olfativa; en una escala de diez, tengo tres, por lo que no era capaz de detectar el olor del que me hablaba. Pero cuando entró Giampa en el salón también lo percibió y pensó que se debía a un problema que había en su cuarto de baño y que, aunque habíamos conseguido desatascarlo días antes, podía ser el causante de aquel extraño tufo. Giampa y Gianluca bajaron al camarote y fue entonces cuando descubrieron la causa del hedor: la batería del motor de arranque de estribor, situada en el camarote de Gianluca se había quemado y estaba expulsando el ácido sulfúrico que contiene en su interior.

Era una situación de evidente peligro no sólo porque el ácido se estuviera derramando sino porque, además, podría llegar a explotar. Las baterías más habituales en los barcos son las de plomo-ácido que contienen ácido sulfúrico diluido. Si no se encuentran en buen estado, los continuos balanceos y cabeceos de un barco pueden hacer que se derrame el ácido, causando quemaduras y corrosión o lo que es peor, provocando gases venenosos mortales si entra en contacto el ácido con agua de mar al producirse entonces ácido clorhídrico. Pero además, la carga de la batería produce hidrógeno que es altamente explosivo y si se produce una chispa la batería puede explotar.

Los Gianes nos dijeron que abriéramos las ventanas y saliéramos a la cubierta para evitar que inhaláramos gases nocivos. Cogieron los extintores y sin tiempo para buscar las mascarillas, se cubrieron la boca y la nariz con un pañuelo, para regresar al camarote y arreglar el problema. Estuvieron más de quince minutos allí hasta que salieron. Pasado el peligro nos pidieron que, una vez que se hubiera despejado la toxicidad del ambiente, limpiáramos con guantes el ácido derramado, ya que era corrosivo y podía producir quemaduras. Mientras se ventilaba el camarote, los Gianes se fueron a proa para coger la batería del generador y sustituir la de arranque del motor de babor con ella. Recordé entonces que en Canarias, Gianluca había discutido con el Comandante a propósito de las baterías. Según Gianluca era necesario cambiarlas y éste se había negado diciendo que aún estaban en buen estado. Pero estaba claro que no era así y los Gianes, cabreados, maldecían y refunfuñaban mientras extirpaban la batería del generador.

Limpié el suelo del camarote y la zona dónde se había derramado el ácido con cuidado. Era un líquido incoloro, pero perceptible, de aspecto oleaginoso, como si se hubiera derramado aceite. Había pasado ya un tiempo prudencial para que se ventilara el espacio e, incluso para mí, era aún detectable el picante y penetrante olor del ácido sulfúrico. Los Gianes entraron entonces a sustituir la batería quemada y estuvieron un buen rato hasta que la dejaron instalada.

Durante la comida estuvimos hablando de lo sucedido y de la suerte que habíamos tenido de detectar rápidamente el olor. Si hubiera ocurrido de noche, con Gianluca durmiendo y la puerta de su camarote cerrada quizás no hubiéramos tenido tanta suerte. Los Gianes tenían claro que se había quemado porque estaba en mal estado y era vieja. Si una batería tiene una vida en condiciones normales de tres o cuatro años, en un barco que, como el Delizia, que estaba destinado al alquiler es conveniente cambiarlas cada dos o tres años. Ahora que no teníamos generador, para tener 220 voltios en el barco tendríamos que hacer un mayor uso del Inverter, un inversor de voltaje que convierte la energía guardada en las baterías del barco en corriente alterna a 110V/220V. El problema es que si el generador es capaz de producir más de 15.000 watios, el Inverter sólo unos dos mil por lo que algunos aparatos eléctricos, como el secador de pelo, la tostadora o la máquina para hacer pan, no podían utilizarse.

Por suerte, las consecuencias no habían sido graves, ya que no se produjo un incendio, nadie resultó dañado y podíamos continuar la travesía en condiciones. Pero eso no evitaba que fuéramos conscientes de lo que podía haber ocurrido. Habíamos sorteado el peligro. Pero sobre todo, habíamos aprendido que en la mar hay que estar siempre preparados para afrontar lo imprevisible y que, para evitar lo previsible, no hay que retar al destino como quien se juega la vida o la fortuna a la carta más alta.