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Zanzíbar: El descanso secreto de la reina de las especias

Aún existe un lugar donde perderse, a solas, entre playas desiertas que coquetean con los matices turquesas del Índico. Es parte del encanto que se descubre desde el corazón de un capricho llamado The Residence by Cenizaro: 66 villas privadas con piscina, perfectas para enamorarse de la magia de Zanzíbar

The Residence Zanzíbar by Cenizaro, el hotel paraíso
The Residence Zanzíbar by Cenizaro, el hotel paraísoCenizaroCenizaro

¡Hakuna matata! es la expresión que flota, relajada, desde que el sol se despereza para deslumbrar, «pole pole» (con calma), la Isla de las Especias. Una vez se pisa tierra firme en el aeropuerto de Unguja, la ínsula principal conocida como Zanzíbar y que, junto a Pemba y cerca de medio centenar más, engarza este archipiélago paradisíaco frente a Tanzania, se agradece la frescura del recibimiento: la naturalidad fluye, sin excepción, entre sonrisas generosas enmarcadas en piel de ébano y canela. Poco a poco, el primer sortilegio suajili tantas veces repetido a lo largo del viaje, ese pegadizo «no hay problema, todo está bien» que define toda una filosofía, comienza, suavemente, a especiar el flechazo: una experiencia vibrante que se recuerda, de vuelta a casa, con una intensa sensación de gratitud, color y añoranza.

Una lluvia ligera, que rápidamente se evapora para dar paso a un espectáculo tornasolado, aviva el contraste de un día de labor cualquiera en Stone Town. A primera hora de la mañana, la capital de piedra, declarada en el año 2000 Patrimonio de la Humanidad de la Unesco, es un trasiego irisado que se enmarca entre frutas y pescados madrugadores. Una ciudad al este de África tejida, como si de un «Kitenge» secular se tratara, con hilos de contrastes remotos y episodios de codicia que pasaron de castaño oscuro.

Entre sus edificios de roca blanca coralina con tendencia natural al deterioro y sus calles laberínticas devoradas sin piedad por el salitre, su pasado se impone sin fisuras. No hay que olvidar que, por su situación privilegiada en medio de las aguas cálidas del Océano Índico y su proximidad al continente, Zanzíbar fue encrucijada marítima para comerciantes árabes, indios y africanos. No fueron los únicos. Tras la estela del navegante Vasco de Gama, los portugueses ejercieron su control durante casi dos siglos hasta que, en 1698, entregaron el testigo al sultanato de Omán. Bajo el dominio de esta potencia marítima que extendió sus redes más allá del Mar Arábigo, florecieron las plantaciones de especias: un legado asombroso, una visita aromática que sorprende y recuerda que ésta es, junto al turismo, una de las principales fortalezas económicas de Zanzíbar. En el lado oscuro del sultanato permanece imborrable el tráfico de esclavos, la superlativa deshumanización que tiñó de negro los siglos XVIII y XIX. El punto final se rubricó bajo protectorado británico.

Si se quiere tomar el pulso actual de esta urbe costera suajili, merece la pena perderse en los mercados locales de la calle Darajani, hablar con los lugareños, recorrer su Ngome Kongwe (Fuerte Viejo) y visitar la histórica residencia de los sultanes Beit al-Sahel. O, sin más, dejarse seducir por su trazado laberíntico y el imbricado trabajo de las puertas de madera de origen árabe e indio: éstas son inconfundibles por su friso de medio punto y por los detalles puntiagudos de metal que, en su país de origen, disuadían a los elefantes. En cualquier caso, y sea cual sea la filigrana geométrica, floral o marina que invita a traspasar el tiempo, es llamativo descubrir los umbrales que daban acceso a las casas de aquellos prósperos mercaderes.

Primates en Zanzíbar
Primates en ZanzíbarLali Ortega Cerón

Para un atardecer inolvidable, la opción es navegar en la embarcación pesquera por excelencia llamada «dhow» (también utilizada para transportar animales y carbón de uso doméstico en las cocinas) o reservar una mesa en la azotea del antiguo Club Británico, cuyas vistas se entretienen con el ajetreo del mar y los bulliciosos Jardines Forodhani. Antes de que caiga la noche y el paseo se trasforme en un hervidero de música, especias y comida callejera, hay quien se pierde entre el soniquete de la llamada a la oración. Y hay quien observa, sencillamente, las cabriolas aéreas que los chicos dibujan antes de hincarse en el mar que baña esta isla de mayoría musulmana. Aquí, por cierto, no escuchamos ni una sola canción de su hijo Freddie Mercury.

Enredados en turquesa

El largo muelle anclado en el Índico es la guinda visual de un retiro paradisíaco de cuyo nombre nadie puede olvidarse. The Residence by Cenizaro es el lujo sensorial que comparten las 150 almas que pueden pernoctar en alguna de las 66 villas privadas que se camuflan entre 32 hectáreas de jardines tropicales. Algunas miran a un edén privado y otras a un mar de pinceladas turquesas y esmeraldas que, de manera abrupta debido a la profundidad, se transforma en un espejismo azul oscuro. Y todas, sin excepción, presumen de la intimidad de su piscina privada y de un mobiliario con ecos africanos y omaníes que resuenan en un amplio salón, una habitación con una interminable cama con dosel y mosquitera de tacto sedoso, y otras dependencias donde el capricho se traduce, por ejemplo, en una bañera exenta de diseño. En la puerta esperan dos bicicletas: la manera ideal para dejarse ir entre senderos de piedra, flores y sonidos.

Detalle de una de las villas privadas en The Residence Zanzíbar by Cenizaro
Detalle de una de las villas privadas en The Residence Zanzíbar by CenizaroCenizaroCenizaro

The Residence by Cenizaro es, sin duda, la postal idílica que nos imaginamos cuando suspiramos por escapar de una tarde lluviosa de invierno. Quizá se deba a la atmósfera de teca y luz que tamizan las persianas cálidas de su SPA, donde manos expertas moldean cuerpo y mente con una serenidad desconocida. Quizá se deba al alarde gastronómico con vistas a un palmeral exótico, donde las especialidades de Zanzíbar (¡delicioso el Swahili Curry con leche de coco!) desfilan en el ambiente delicado y hogareño de su Dining Restaurant. Quizá sea porque, en este lugar remoto, el privilegio es sentirse un náufrago que puede elegir compañía e isla, incluso el rincón donde contemplar cómo las campanillas amarillas caen sobre la arena, al atardecer, para ser engullidas cuando suba la marea. Un ilusionista que, durante unos días, acaricia el delirio de poder detener el tiempo para explorar el paraíso.

Pescador en la aldea vecina de Kizimkazi
Pescador en la aldea vecina de KizimkaziLali OrtegaLali Ortega

De regreso al aeropuerto, se intuye la vuelta a la realidad, a ese vivir de fotografías y recuerdos… El pasadizo arbolado de mangos, donde circulan los «dala dala» repletos de pasajeros y enseres. Las mujeres vestidas con sus «chitenges» coloridos, tan vaporosos y juguetones a merced del viento. Los bebés que se aferran a los arrumacos seguros de sus madres. Los caminos de tierra batida y el brillo de los tejados, cuya pintura difícilmente disimula la hojalata. Los delfines que saltan cerca de las barcas de los hombres de mar, tan acostumbrados a que el sol despierte en cuestión de minutos. Los endémicos colobos rojos de Zanzíbar, que juguetean entre la frondosidad del Parque Nacional de la Bahía Jozani Chwaka. Las estrellas de mar que se encuentran por casualidad en la orilla de arena blanca, una réplica parecida al llamativo vestido rojo de la nuez moscada que inunda las fincas de especias. Ese ¡Hakuna matata! cómplice y tantas veces compartido con Subira, Josephine, Ghati, Elias, Leah y muchas personas más. Los estudiantes que nos regalan su alegría una mañana de colegio en Kizimkazi, la aldea próxima a The Residence, y en cuyo patio una pintada recuerda una gran verdad: «Education makes you free» («La educación te hace libre»). Y ese pescador tímido vestido de redes que, como cada día, enreda su juventud en el Índico turquesa. Su mirada de noche y su sonrisa de luna creciente se suman, inevitablemente, a tantos clavos horadados en el alma.