
Tribuna
Mal preparados para el honor de vivir
«Es tal la permisividad que existe con el aborto que muchas legislaciones lo consideran un derecho»

Hay vida en la Tierra desde hace miles de millones de años. Hoy el planeta es un pulular de vivientes, como afirma tan gráficamente el Génesis. Y habrá vida cuando nos extingamos. Proteica, primero; exuberante, después; resiliente al ser humano y sus desmanes, siempre. Y, sin embargo, la mayoría de nosotros pasamos por el mundo engolfados en afanes triviales y disputas absurdas, sin ser conscientes de cuán compleja, diversa y adaptable es esa forma de autoorganización excepcional que llamamos vida. Nuevos seres aparecen constantemente y otros tantos desaparecen. Nosotros mismos damos vida (sembramos, criamos animales, tenemos hijos), pero también la quitamos, con frecuencia de modo gratuito o absurdo (guerreamos, cometemos imprudencias, cubrimos el mundo de asfalto y cemento). Y aunque en algún momento acordamos colocar ambos procesos a diferentes niveles en una jerarquía moral, con lo segundo siempre supeditado a lo primero, nuestro comportamiento hace, las más de las veces, que parezcamos no estar preparados para el honor de vivir, como escribe Wisława Szymborska en uno de sus poemas.
Publica la prensa la noticia de que unos biólogos han logrado crear óvulos a partir de células epiteliales. Estas células nos protegen de las agresiones externas, pero debidamente tratadas, pueden transformarse en otros tipos celulares, incluyendo, por lo que se ve, las que hacen falta para crear un ser humano. Ahora, si una mujer es incapaz de producir óvulos viables (por ejemplo, porque sus ovarios no funcionan correctamente), podría tener un hijo fecundando con los espermatozoides del padre uno de estos óvulos generado a partir de células de su propia piel. Es un avance científico admirable en un mundo en el que la ciencia también se usa para acabar con millones de los embriones resultantes de tal unión (unos 100.000 solo en España, en un 95% de los casos a petición de la madre y sin motivo médico alguno, como una malformación o un riesgo importante para la vida de la futura madre). Es tal la permisividad que existe con el aborto que muchas legislaciones lo consideran un derecho (nuestro propio Gobierno pretende ahora incluirlo como tal en nuestra constitución)… un derecho, en esencia, a no ser madre cuando se estime que las circunstancias personales no lo permiten, casi siempre con el argumento añadido de que es peor que se aborte ilegalmente. No hay demasiado que objetar a no tener hijos si tal decisión se toma antes de la fecundación. Pero hay bastante más que decir cuando se hace, como en la actualidad, cuando el feto se está desarrollando. Ninguna de las justificaciones que se dan al aborto se sostiene realmente. Biológicamente, la vida es un continuo. Un feto de seis meses hace cosas tan admirables y humanas como un recién nacido (reconocer la voz materna, por ejemplo), mientras que este último se muestra tan desvalido en casi todo como el primero. La humanidad no se alcanza a partir de los cuatro meses (como parece creer el legislador español), ni en el momento de nacer (al pasar por el canal del parto). Tampoco se pierde. Si es delito matar a un anciano aquejado de Alzheimer, tan desamparado como un feto, ¿no debería serlo también deshacernos de este último? Hoy día, a la edad en que unos fetos son abortados en muchos países, otros son objeto de cuidados pre- y neonatales hasta que se convierten en niños sanos. ¿Por qué lo primero es un derecho y desconectar la incubadora que acoge a los segundos es punible? La humanidad está ya en el cigoto, la célula que resulta de la unión del espermatozoide y el óvulo, cada uno con una combinación única de genes. Cada embrión es irrepetible. Cuando se tiene un hijo después de haber abortado, no se tiene ese mismo hijo más tarde: se tiene un hijo diferente. No es ya que hayamos impedido que nazca un segundo Mozart u otro Einstein, sino de algo más básico y humano: se ha perdido un ser único e irremplazable que nunca más podrá volver a existir. La humanidad es, por último, algo cuantitativo y no cualitativo. Por eso pensamos hoy que las especies más próximas a nosotros, como gorilas o chimpancés, deben ser tratadas de un modo digno. Y es algo bueno. Pero esa difusa frontera que separa lo humano de lo no humano cuando se trata de las especies no es menos difusa cuando se aplica al desarrollo de la nuestra. Hay un contrasentido terrible en defender que un chimpancé tenga derecho a vivir y negarle ese mismo derecho a un embrión humano.
Si las justificaciones biologicistas del aborto no se sostienen, menos lo hacen las restantes: en esencia, evitar traer al mundo hijos que no se pueden mantener o no se quieren tener. En cuanto a lo primero, si contamos con recursos para abarrotar terrazas y bares cada fin de semana, cambiar de coche cada pocos años o viajar cada año al extranjero, los tenemos también para criar un hijo (lo que ocurre es que nuestras prioridades son otras). Y si carecemos realmente de ellos, no se entiende que no nos echemos a la calle exigiendo políticas que favorezcan la natalidad (en lugar de llenarlas pidiendo justo lo contrario). Que gastemos más dinero en acoger inmigrantes que en asegurar el reemplazo de nuestros mayores trayendo más hijos al mundo refleja también cuáles son nuestras prioridades. Y en cuanto a lo segundo, hay muchas maneras de evitar los embarazos indeseados sin acabar con una vida ya en curso. Todo lo que hay que saber sobre la anticoncepción está hoy al alcance de la mano (literalmente, ahora que todos tenemos móvil). ¿Y no es responsabilidad nuestra informarnos adecuadamente antes de hacer cualquier cosa importante? ¿No le hacemos acaso mil preguntas al gestor del banco antes de firmar la hipoteca? Y, es más, alguien que desconoce cómo emplear un preservativo o se desentiende (o incluso reniega) de usarlo, ¿es alguien legitimado para decidir sobre economía o sanidad en unas elecciones? ¿Con tales mimbres pretendemos crear una democracia avanzada?
En suma, el aborto no es una cuestión compleja, como nos quieren hacer ver, sino profundamente incómoda: no solo nos urge a ser responsables y generosos, sino que la forma en la hemos abordado hasta la fecha nos retrata de un modo muy poco favorecedor. No hay diferentes respuestas ideológicas, religiosas o culturales a este asunto. El genuino progreso moral y social solo puede conseguirse si respetamos la vida humana desde su comienzo hasta su final, no haciendo a los demás lo que no queremos para nosotros. Únicamente así conseguiremos estar verdaderamente preparados para el honor de vivir.
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