
Tribuna
In vino socialitas
«Ya sabemos a lo que conduce la política de amoldar la naturaleza humana a los constructos ideológicos: a la tiranía»

Unos investigadores del Instituto Max Planck para la Antropología Evolutiva, en Leipzig, acaban de publicar un trabajo cuyas conclusiones, nada sorprendentes en realidad, van a contracorriente de muchas de las consignas que nos atosigan hoy en día. Eso, sumado a que no bebo, explican esta columna. El trabajo en cuestión es un análisis estadístico que constata una correlación positiva entre el consumo de fermentados alcohólicos y la complejidad social. Correlación no es causalidad, como es bien sabido, pero cabe esperarla en este caso, toda vez que el alcohol estimula la producción de neurotransmisores con un efecto relajante y disminuye la de aquellos que tienen una actividad excitatoria, atenuando así el autocontrol, las respuestas de alerta y los mecanismos inhibitorios, que dificultan las interacciones con los desconocidos. Nuestro problema como especie es que, a diferencia de otros primates, somos muy sociables únicamente con quienes pertenecen a nuestro círculo más íntimo. Y establecer contactos con los extraños tiene ventajas: pueden proporcionarnos nuevas ideas, ayudarnos a mejorar técnicas obsoletas o volver factibles proyectos que resultan inviables para un grupo reducido de personas, desde construir una catedral a mandar cohetes a la Luna. Cualquier facilitador de las interacciones con los desconocidos será, por tanto, bienvenido y el alcohol parece haber funcionado bien históricamente en este sentido, al menos a la luz de la presente investigación.
A continuación, los imprescindibles matices… En primer lugar, en este estudio se está considerando el consumo de alcohol en contextos sociales y según pautas institucionalizadas (como ocurre en las celebraciones rituales), pero no con fines evasivos (como cuando se bebe para olvidar alguna experiencia desagradable). En segundo lugar, se trata de la ingesta de bebidas alcohólicas de baja graduación, no de aquellas que procuran una rápida y profunda intoxicación. En suma, lo estudiado por estos investigadores se parece más a una reunión de amigos que comparten una botella de tinto que al zapói ruso (beber hasta caer inconsciente). En tercer lugar, otros factores contribuyen en mayor medida que el alcohol a volver más complejas nuestras sociedades, en particular, la existencia de excedentes alimentarios, la estabilidad del clima o una orografía poco accidentada, puesto que favorecen, a su vez, la sedentarización, la diversificación de los papeles sociales y los intercambios comerciales. El efecto más limitado del alcohol a este respecto recuerda al que tienen comportamientos, también típicamente humanos, como la religión, los banquetes (y otras celebraciones), o las actividades musicales o poéticas (en las que, por cierto, el alcohol suele estar implicado de algún modo). En todo caso, desde hace milenios, nada ha funcionado mejor para romper el hielo e intimar con los forasteros que reunirse junto al fuego, compartir un vaso de vino o cerveza (o dos), y contar relatos o cantar canciones sobre la historia de cada cual.
Hoy los médicos nos recomiendan no tomar nada de alcohol. Las campañas que promovían un consumo responsable han sido sustituidas por otras que urgen a no ingerirlo nunca. Al mismo tiempo, asistimos a la generalización de pautas de beber consistentes en la ingesta rápida y masiva de destilados en contextos puramente lúdicos, donde las condiciones reinantes (ruido, masificación) convierten el hecho de beber en un acto eminentemente privado. Como casi siempre hoy, obviamos el imperativo aristotélico de situarnos en el término medio de las cosas. Peor aún, hacemos de esta decisión sobre beber o no beber alcohol algo puramente personal (me gusta o no, es saludable para mí o no), cuando se trata también, por todas las razones anteriores, de una actividad cuyo genuino sentido es social. No se trata, obviamente, de ser forzados por ley (o por los demás) a embriagarnos regularmente para volvernos menos contestarios o más proclives a participar en tareas colectivas. Pero sí, seguramente, de recordar que todo en la vida conlleva un riesgo y tiene un precio (no solo beber una copa de vino, sino hasta pasear por la calle, nadar en la playa o hacer deporte en el gimnasio), y que siendo parte de algo que nos trasciende (el grupo, la sociedad, el mundo), a veces es necesario, correr (siempre con prudencia) ciertos riesgos o asumir tales precios, si con ello se benefician los demás. Porque el contrato que nos ha sacado del penoso estado de naturaleza tiene, como dejó escrito Rousseau, una naturaleza social y, por tanto, no solo nos asisten derechos, sino también deberes; y no todo está supeditado a nuestro propio beneficio y hecho a nuestra imagen. Por último, esta ambivalente y cambiante visión del lugar que el alcohol ha de ocupar en nuestras vidas muestra cómo hoy tendemos también a ignorar lo que verdaderamente somos para sustituirlo por una imagen idealizada (o peor aún, ideologizada) de lo que queremos ser (o de lo que otros nos hacen creer que queremos ser). Tanto las costumbres, en general, como las normas morales, en particular, heredadas de nuestros ancestros no son imposiciones atrabiliarias de las que hemos de desembarazarnos lo antes posible para alcanzar la modernidad, sino que constituyen un destilado de las experiencias vitales de los hombres que nos precedieron. Son, en suma, instrucciones no escritas pensadas para facilitar (y no para coartar) nuestra vida… en sociedad. Sin duda, hay normas y costumbres del pasado que han de modificarse, pero hemos de ser cautos al hacerlo y aceptar solo los cambios que no violenten fatalmente nuestra naturaleza. Al final, entender cómo somos biológicamente y de dónde nace nuestro particular modo de vivir en sociedad es la mejor manera de evaluar los riesgos que conllevan las ideologías que nuestros gobernantes se aprestan a ofrecernos. Porque el camino del progreso no es necesariamente lineal. En nuestro mundo actual una joven de 16 años tiene prohibido comprar cerveza, pero puede acabar libremente con la vida que lleva dentro. Ya sabemos a lo que conduce la política de amoldar la naturaleza humana a los constructos ideológicos: a la tiranía y al sufrimiento. Como dijo Solón, y esto vale también para el alcohol, «nada con exceso, todo con medida». ¡Ferpectamente!
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