Covid-19
Toque de queda planetario
Hasta un caballo de carreras, si no para, se destripa. ¡Cuántas veces se lo he escuchado decir a Ramiro Calle! El fundador de la teología de la lentitud y maestro en cómo vivir el hoy, aquí y ahora. Nos han frenado en seco, amable lector. Y como, en este sinvivir nuestro, todo es para bien, es el momento de buscar certezas y reparar en lo más positivo que este toque de queda planetario nos deja.
Importa lo que importa. Por ejemplo, la salud, que es el mayor tesoro. Me pregunto si, esta plaga que nos golpea, servirá para que tomemos conciencia de nuestra endeblez y de tantos disparates, como lo dañino que es comer animales a mansalva, o no educar a nuestras criaturas en el sentido del límite.
Para darnos cuenta, también, de hasta qué punto estas macro-ciudades que hemos levantado, a mayor honra y gloria de un capitalismo cruel, son una trampa mortal. Mientras sean los dineros la evidencia suprema, cualquier afán de verdad y de justicia fracasará. ¿Cuándo vamos a entender que este modelo económico que nos esclaviza, no es sólo inhumano, sino inviable y asombrosamente frágil?
Lo que está sucediendo nos recuerda que, muchas veces, cuando las cosas parece que se derrumban, lo que sucede es que están colocándose en su sitio. Hemos cruzado demasiadas líneas rojas: la primera, nuestra incapacidad para distinguir el bien del mal, lo importante de lo banal. Un desarreglo, en nuestras mentes, que provoca todo ese desorden que se aprecia en la sociedad y en el mundo.
Ni somos los reyes de la creación, ni podemos arrasar impunemente con todo bicho viviente. Emponzoñamos las aguas y el aire, despreciamos la ley natural, apartamos de nuestras vidas las verdades eternas, y nos extraña que el que ama el peligro perezca en él. Esta camelancia de que las cosas no sean lo que son, sino lo que interesa que sean, nos impide captar la fugacidad de todo. ¿Seremos más perspicaces y despiertos cuando esto pase? No lo sé.
La vida es fortuita y, el ser humano, impredecible. Pero, a estas alturas del paseo, algo está claro: la codicia y el afán de acumular nos endurecen, nos anulan. Este jaque a nuestros planes, habrá valido la pena si salimos de él más humildes, más sacrificados y olvidados de nosotros mismos. Dispuestos a dar su lugar al otro y a la naturaleza; listos para redescubrir la vida y el momento irrepetible. Para despertar a la holgura de la esperanza y crecer por dentro.
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