Literatura

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¿Los hermanos son el infierno?

Las relaciones filiales cainitas han ocupado el centro de la ficción desde los tiempos antediluvianos, y el siglo XXI no es una excepción

Célebre representación del crimen de Caín y Abel
Célebre representación del crimen de Caín y Abellarazonla razón

Un hermano es como mirarse en el espejo y ver a otra persona. El efecto es turbador. Porque te reconoces, pero sabes que no eres tú. Lo miras, te fijas en ese reflejo, y ves a una persona como tú, a una historia en común, a unos padres en común, a una identidad en común, y sin embargo... sabes que no es más que un extraño. Si alguien tiene hermanos sabe perfectamente que no hay nada más fácil que amar a tus semejantes, porque no dejas de ser tú en el espejo. Sólo hay una cosa más fácil, odiarlos, exactamente por el mismo motivo. Por eso la facilidad no tiene nada que ver con el amor.

La célebre frase que escribiera Jean Paul Sartre en la obra de teatro «A puerta cerrada», aquella que dice «el infierno son los otros», sublima su significado cuando pensamos en la relación entre hermanos. Porque un hermano es el otro real, el otro entrometido, incómodo, imperativo, imposible. No se puede fingir con ellos, te conocen desde pequeños y saben todos tus teatros al dedillo. Esa desnudez, esa vulnerabilidad da rabia, tanta rabia que el infierno se acecha a la puerta de la esquina. Y más si duermen en tu misma habitación desde pequeños.

Esto puede generar rechazo, una furiosa rivalidad, incluso un acerbo odio capaz de matar a todos los niños del mundo. Sólo hay que pensar en los hermanos originales, los bíblicos Caín y Abel, hijos de Adán y Eva. Son la máxima prueba de que el hermano representa la figura verdadera del doble, del espejo, del origen de todos los demonios, pues en los hermanos aprendes a saber primero qué son los celos, el rencor, la envidia. Desplazado de ti nacen todos los pecados y los hermanos son los primeros en desplazarte de ti. Los padres no entran en esta ecuación porque son, desde el punto de vista del hijo, una degeneración del principio de identidad. Tus hermanos son la generación absoluta del principio de identidad.

El símil del espejo aquí tiene otra lectura. Un hermano es como mirarse en el espejo y ver a otra persona. Sí, exacto. Pero un hermano no es nunca por sí solo, es una dinámica a dos. Si pensamos que los dos son hermanos, o sea entidades separadas, el símil en realidad afirma que los hermanos son dos espejos frente a frente, sin nada entre medio. ¿Qué se proyecta si dos espejos se enfrentan? Nada, y ese es el pánico original. El hermano es el hombre como espejo y, por tanto, para verse, para corporeizarse, para distinguirse necesita sobresalir, dibujarse más allá de los límites o simplemente destruir al otro espejo. La rivalidad entre hermanos se convierte en el ansia de poder librarse de esta perversa dinámica de la invisibilidad del yo.

¿Y el amor entre hermanos? Ante esta desolación y vulnerabilidad, sólo quedan dos opciones, el odio o el amor, sentimientos de vigor. Los hermanos son siempre el mismo monstruos con dos cabezas y devorarse es destruirse por completo. El amor es lo que cuida de que el monstruo no caiga. Por eso el amor entre hermanos es uno de los más poderosos. Los hijos únicos no saben esto, no tienen ni idea. No saben lo que es ser un monstruo de dos cabezas, pues así los prefiguran los padres, cuya idea de identidad filial siempre es compacta. Sus hijos son un totum furioso que han de compartir su amor. Los hijos únicos sólo tienen que compartir su aburrimiento.

La literatura lo ha plasmado a la perfección desde que el tiempo es tiempo. Pensemos, por ejemplo, en las terribles hermanas de «El rey Lear», de Shakespeare. Aquí tenemos a Gonerilda, la primogénita; Regania, la mediana; y Cordelia, la pequeña y única que demostrará cierta cordura y amor al padre loco. ¿Cómo se puede querer a un padre loco? Pues con locura, sólo así, y así la trata Shakespeare, de loca. El bardo inglés desoye la historia original de donde sacó el relato de su tragedia y la mata cruelmente al final. En el original ella era la que resultaba vencedora de la guerra entre hermanas por el control del reinado de su padre. Ah, pero para Shakespeare, el tercer hijo de ocho hermanos, que sabía de la locura que se necesita para el amor filial, éste era un final inverosímil. Cordelia era la única que quería salir de la dinámica de enfrentamiento porque sabía que eso acabaría, no con ella, sino con todas, pero lo que ocurre es que acaban con ella y las otras dos triunfan. El monstruo de las tres cabezas sabe que puede comerse una y seguir con vida.

Otro ejemplo de los triples hermanos, con uno ilegítimo extra, es «Los hermanos Karamazov», de Dostoievsky, que si el título no engaña eran hermanos. Aquí el autor ruso nos presenta a tres hermanos que parecen reversos de un dado. Está el mayor, Dimitri, hijo de su primera mujer, un calco al padre, hedonista y jugador. Está el mediano, Iván, el más frío e intelectual. Y luego está Aliosha, el Cordelia shakespiriano, espiritual, novicio en el monasterio local y a veces dibujado como simple. El asesinato del padre se convertirá en el motor de disolución de estos tres hermanos en uno solo. Porque los hermanos, a ojos del padre, no son más que el mismo monstruo con tres cabezas.

Incesto y mucho más

Hay vínculos filiales tan estrechos que llegan incluso al incesto. Cuando sólo eres un espejo frente a otro espejo, el primer acto para notar una imagen, un cuerpo real, es el abrazo, y de ese amor se puede pasar en el sexo. Si pensamos en «Canción de hielo y fuego», de George R. R. Martin, y vemos la historia de amor de los hermanos Lannister, está claro que el tercero, para censurar la perversidad de la relación, sería un enano enorme cuya falta de amor se compensa con su gran ingenio. Martin, un moralista encubierto, nos muestra ese monstruo de las tres cabezas y cómo las dos normales se enfrentan por destruir o amar la deformidad del tercero. Lo mismo se puede decir de «El sonido y la furia», de Faulkner; de esa epopeya bíblica que es «Al este del edén», de John Steinbeck; o de los asesinatos de «El asesino ciego», de Margaret Atwood.

La última representación de una relación cainita entre hermanos acaba de ganar el primer Premi Proa de novela. En «La teva ombra», el escritor y periodista Jordi Nopca presenta, con humor, hasta qué punto vivimos en el espejo que nos permiten nuestros hermanos. Y siempre hay espacio para la presentación positiva de esta relación, como las célebres Bennet en «Orgullo y prejuicio»; las «Mujercitas» de Louisa May Alcott; o «El dios de las pequeñas cosas», de Arundhati Roy.

Los escritores, claro, también tienen hermanos, y muchas veces son también escritores. El caso más célebre son las hermanas Brönte. Emily, la mediana, escribió «Cumbres borrascosas»; Charlotte, la mayor, «Jane Eyre» y Anne, la pequeña, «Agnes Grey». Las pequeñas siempre son las más sufridas y ha sido sepultada por el prestigio de la rivalidad de las otras dos. Mejor se llevaban los Goytisolo, pero peor los Panero. Luego estaban las viperinas y sofisticadas hermanas Mitford o los Mann, Heinrich, el mayor, y Thomas, que se lo comió y luego martirizó a sus propios hijos. Y las mejores son Margaret Drabble y A. S. Byatt, que se odiaban tanto que no querían ni el mismo apellido. En fin, el monstruo de las dos o tres cabezas.