Opinión
Hace un año
Un año –pero qué triste y largo se ha hecho– del estado de alarma, del confinamiento, de la distancia social… Y tenemos tantas ganas de que pase la pandemia, estamos tan ansiosos por volver a la normalidad (lo de ‘nueva normalidad’ no suena del todo bien, pero nos conformaríamos) que querríamos que las horas se apresurasen y volara el tiempo.
El tiempo, que es el bien más preciado (oro, según el viejo proverbio), aunque se hayan inventado infinidad de artilugios para acortar las distancias y acelerar el curso de la vida: “No tengo tiempo”, “Me falta tiempo”, “¿De dónde voy a sacar yo el tiempo para hacer tantas cosas?”, se oye decir.
Nos parece, de tan acostumbrados como estamos a verlo pasar, que va a durar siempre, o que nos queda mucho todavía. Lo medimos con los relojes, y lo entretenemos con cualquier ocupación. Buscamos el modo de que no se nos haga demasiado largo, y deliberadamente lo perdemos a veces para que transcurra más ligero; incluso en ocasiones, cuando mortalmente nos aburrimos y no sabemos qué hacer con él, nos obstinamos en matarlo, o eso decimos: “¿Qué haces?”, pregunta uno, y responde el otro: “Nada, matando el tiempo”.
El paso del tiempo (tempus fugit, “el tiempo huye” del dicho latino convertido en tópico literario), la callada tragedia de la que en todo momento somos protagonistas y testigos sin siquiera darnos cuenta. O si nos la damos, ya se encarga cada cual de fingir que no es así, no es tan difícil, basta con cerrar los ojos y mirar para los afanes y preocupaciones que traen las horas, al fin y al cabo la vida sigue y hay siempre otras cosas más importantes de las que ocuparse...
El tiempo, lo único que tenemos si bien se mira, pero así y todo que pase pronto este y venga otro mejor, pensamos desde hace un año.
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