Opinión
San Florentino
En los años 80, una serie cómica pasó por la parrilla televisiva sin hacer demasiado ruido: «Caída y auge de Reginald Perrin». Contaba las peripecias de dicho personaje, tanto en su meteórica escalada al éxito como en su fulminante descalabro posterior. Para los amantes del humor absurdo, verdaderamente recomendable.
Esta semana hemos vivido algo parecido con el bombazo de la «Super League», que ha sido como el conejo de los magos: aunque sabemos que está en la chistera, la sorpresa surge cuando el ilusionista lo saca de dentro.
Que el fútbol mueve millonadas y que los pasteles atraen a los golosos, no es un secreto. Florentino Pérez, que hacía ocho años que no concedía entrevistas, se debió sentir obligado a acudir a la televisión para explicar el macroproyecto que él mismo presidiría. ¿Una liga para los ricos? No, hombre, no. Que esto no iba de dinero, sino de salvar al fútbol.
Florentino podría haber acudido perfectamente al plató de «El Chiringuito» caracterizado de Moisés y explicar cómo pensaba separar las aguas del mar Rojo, para atravesarlo con su prolija legión de clubes a su espalda. Que unos pocos fueran a cruzarlo en Lamborghinis y el resto en carros de tiro, nimiedades que no empañarían el espíritu misericorde de su obra. Su homilía superliguera la habrían firmado el mismísimo abad de Montserrat o la madre Teresa de Calcuta. ¡Cuánta bondad! ¡Cuánto desprendimiento!
Los clubes marginados debían mostrar gratitud eterna, pues, pese al ninguneo, iban a ingresar mucho más dinero, gracias a un «fondo de solidaridad» que los poderosos se encargarían de repartir debidamente. ¿Solidaridad? ¡Qué digo, solidaridad! ¡Abnegación magnánima! Eso sí, los primeros 350 millones de euros que, para ir abriendo boca, se iban a embolsar cada uno de los fundadores, estos no se tocaban. Ya, si eso, la generosidad llegaría más adelante. Que buenos sí, pero tontos tampoco.
Florentino había descubierto las minas del rey Salomón; pero le faltaba una puesta en escena mesiánica para convencer al pueblo de su benevolencia infinita. Y lo bordó, todo sea dicho. Dejó al buen samaritano al nivel de un becario y a Noé al de un gondolero animalista. Luego, llegaron las traiciones y las puñaladas, y San Florentino perdió los hábitos. En dos días, el conejo volvió a la chistera, las minas de Salomón desaparecieron y el presidente se pegó la leche del siglo. Ni Reginald Perrin, oigan.
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