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Opinión

Un verano intranquilo

No parece que los asuntos públicos vayan a sosegarse este verano

El pueblo de Tejerina en la montaña de León La Razón

Roma locuta, causa finita, escribió allá por el siglo V san Agustín para dar por zanjada la controversia suscitada por la herejía de los pelagianos, y la frase ("Roma ha hablado, el caso está cerrado") bien podría aplicarse a las pasadas elecciones. Pero aunque el pueblo se haya pronunciado, parece que el caso no va a darse por cerrado tan pronto, y el verano, que es tiempo para descansar de los asuntos públicos y privados, no va a venir este año con el debido sosiego.

Hasta en el retiro del campo se notan los efectos, y la pareja de mirlos que viene casi todos los días al balcón revuelan inquietos, se posan en el borde de la barandilla y no paran de agitarse. Otean asustadizos en todas direcciones, la cola erguida y las alas prestas a volar. ¡El pico amarillo que tan bien combina con su traje negro! Se queda uno mirándolos sin hacer ruido ni moverse. Da igual, desconfían y a lo mejor hasta perciben la mirada. Imposible hacerles una fotografía: extiendo la mano para coger el móvil y ya se han ido. Son más listos que nosotros. Y les damos miedo. Nos gustaría que se quedaran ahí quietos haciéndonos compañía y nos rehúyen. Algo les habremos hecho, y no se les olvida. Tienen memoria.

Lo bien que cantan, y cuánto nos gusta oírlos. Pero cantan para ellos, no para nosotros. Cantan porque están contentos o porque no pueden pasar sin hacerlo. Cantan por la mañana para saludar al sol y al nuevo día, y por la tarde para darles la despedida. Una lección que podríamos aprender. Cantar por estar vivos, qué mejor razón. La de cosas que nos podrían enseñar. A contentarnos con vivir y con lo que se tiene. A ser libres. Quién lo iba a decir, que unos pájaros...

Los que no se asustan tanto son los gorriones. Les dejamos unas migas de pan y acuden enseguida. La limosna de unas migas a cambio de un rato de compañía, menudo trato. Después de siglos de maltrato: trampas, redes, lazos y todas las tretas. De milagro no los hemos aniquilado.

Toda la vida los gorriones viviendo de lo que a nosotros nos sobraba y acompañándonos allá donde íbamos, y ahora los estamos dejando que se mueran. A millones. No tienen qué comer, y la contaminación, y el ruido, y los pesticidas. Y dónde van a hacer el nido. No hay tejados ni escondrijos en los edificios de cristal, los parques los hacen de cemento y a los árboles les cuesta respirar. En algún sitio tendrán que buscar sombra en el verano, y, aunque estén acostumbrados a la intemperie, algún rincón habrá que dejarles para que se protejan del frío y la lluvia.

En fin, que ni en estos días, cuando ninguna obligación nos llama y el tiempo es todo nuestro, puede uno cultivar las virtudes de la calma y la pereza.

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