Biología
La escurridiza esencia del ser humano
Siempre hemos buscado rasgos que revelen nuestra esencia como especie, pero la biología pone en duda que podamos encontrarlos. A veces la ciencia da más preguntas que respuestas.
“Hubo sexo entre humanos y neandertales”, leíamos en los titulares hace unos meses. En septiembre de 2020 se descubrieron nuevas pruebas de que estas dos especies habían tenido descendencia entre sí, híbridos sapiens-neandertal, e incluso algunos eran fértiles. ¿Quiere decir esto que humanos y neandertales son la misma especie?
Aprendimos en la escuela que una especie es el conjunto más grande de individuos capaces de reproducirse y dar a luz a crías fértiles. Por ejemplo, los caballos forman una especie (Equus ferus), ya que, al reproducirse entre ellos, dan a luz a potros que a su vez se pueden reproducir con éxito. Lo mismo sucede con los asnos, que forman otra especie (Equus africanus). Al cruzar una yegua y un asno, el resultado es una mula, que es estéril. Por eso los caballos y los asnos son especies distintas.
Con el descubrimiento de que los Homo neanderthalensis y los Homo sapiens tuvieron descendencia fértil, ¿debemos replantear la distinción entre estas especies? El consenso en biología es que no. Hay suficientes diferencias entre un grupo y otro como para que sea útil considerarlos especies distintas. Entonces, ¿cómo definimos una especie? El llamado “problema de las especies” en biología muestra que esta pregunta no es fácil de responder. Pero la esencia humana depende de ella.
A la caza de nuestra esencia
La distinción entre especies nos ha preocupado desde tiempo inmemorial. Ya con Aristóteles, los individuos se agrupaban en especies en función de sus rasgos. Efectivamente, los neandertales entre sí comparten multitud de características: su anatomía es robusta, sus extremidades son cortas, su capacidad craneal media es grande, no tienen mentón… Todos estos rasgos los caracterizan y los distinguen del Homo sapiens. Con esta información, podríamos pensar en definir una especie como grupo de individuos que comparte unos ciertos rasgos. Estos rasgos constituirían la esencia de la especie.
Sin embargo, la evolución nos dice que esta definición no funciona: incluso si todos los miembros de una especie compartieran una cierta característica, algunos individuos acabarían mutando y podrían perderla. Así, las especies nunca persistirían en el tiempo, y serían inútiles para hablar de conservación: ¿cómo decidir si una especie se ha extinguido o solo ha mutado?
De igual forma, diferentes especies (incapaces de reproducirse entre sí) pueden compartir unos mismos rasgos que les sean favorables si viven en entornos similares, o si tienen un antecesor común. Es lo que sucede con “especies gemelas” como el mosquitero musical y el mosquitero común, dos aves que son prácticamente indistinguibles a la vista. Así, la evolución pone en jaque la posibilidad de definir las especies a partir de sus características.
Pero la propia evolución podría sacar a relucir el criterio buscado. Se podrían agrupar los individuos que descienden de un mismo antecesor, y definir así las especies. Esta manera de hacer la distinción no sufre los vaivenes de la anterior, pero tampoco está exenta de problemas: no está claro cómo elegir los antecesores que marcan las diferencias entre especies.
Una solución imperfecta
Ante esta encrucijada, a mediados del siglo XX surgió un criterio aparentemente unificador. Los individuos capaces de reproducirse entre sí y dar a luz a crías fértiles pasaron a formar las nuevas especies. Este criterio se llamó “concepto de especie biológica” y se convirtió en la definición dominante. Pero tampoco se pudo establecer como la solución definitiva.
Ya hemos visto que los híbridos fértiles de sapiens y neandertal ocasionan un conflicto. Pero además, este criterio tiene otros problemas aún más prácticos: es difícil conocer las capacidades reproductivas de grupos de individuos que nunca han tenido contacto, y aún más complicado en el caso de grupos extintos. Por otra parte, si aplicáramos este criterio a organismos que se reproducen asexualmente (como algunas hormigas, abejas, o incluso anfibios y reptiles), acabaríamos considerando a cada individuo como una especie separada: el concepto de especie no serviría para nada.
Lo que parecía una solución no elimina el problema. De hecho, se han propuesto muchas más soluciones: hoy en día se utiliza todo un abanico de propuestas para definir especies. La especie ecológica se define según la capacidad de adaptación de sus individuos a unos recursos determinados, la especie genética viene dada por el ADN, la unidad evolutivamente significativa apela al legado genético de un grupo de individuos a efectos de su conservación… Y así hasta 26 maneras reconocidas de definir especies. Cada una tiene sus ventajas e inconvenientes, por eso en la práctica se usa un concepto u otro según el contexto y el tipo de organismo.
No sabemos lo que somos
¿Pueden coexistir estos conceptos? Hay quienes piensan que no. Son quienes defienden la postura monista, que busca un único concepto de especie y considera que todos los esfuerzos en taxonomía biológica deben ir orientados a encontrarlo. Sin embargo, en la práctica biológica gana terreno la postura pluralista, que admite la convivencia de distintas maneras de definir las especies, adaptadas al contexto. Hasta Darwin se dio por vencido en este debate, y consideraba el concepto de especie como “indefinible”.
Ante el pluralismo, ¿qué hay de la especie humana? Tendemos a pensar que tenemos una esencia común que nos caracteriza y nos distingue de otros animales. Esta esencia constituye nuestro arraigo como seres humanos. Por eso a lo largo de la historia hemos buscado atributos para definirla. Desde nuestras capacidades mentales, que nos permiten expresarnos con un lenguaje complejo y desarrollar música o matemáticas, hasta nuestra condición de animales sociales, las propuestas han sido variadas. La evolución nos enseña que esta búsqueda será siempre infructuosa: no hay rasgos que puedan definir nuestra especie. Pero el problema de las especies muestra que la situación es aún peor. No hay rasgos ni tampoco alternativa: los seres humanos no sabemos lo que somos.
QUE NO TE LA CUELEN:
- Tampoco las mulas son siempre estériles. En 2002, al pie de la cordillera del Atlas en Marruecos, una mula dio a luz a una cría. Tan excepcional fue el acontecimiento que se formó toda una procesión de visitantes con regalos para ellas y para su dueña. En 500 años, solo ha habido 60 casos documentados de mulas dando a luz.
REFERENCIAS (MLA):
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