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Espartaco, un rebelde contra la caza de brujas

Kirk Douglas publicó un libro en el que narraba el rodaje de «Espartaco», que protagonizó y produjo en un clima tenso por la persecución de guionistas y escritores por «antiamericanos»
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Issur Danilovich Demsky, nacido el 9 de diciembre de 1916 en Ámsterdam, en el Estado de Nueva York, murió ayer a los ciento tres años. Este nombre, sin embargo, no les dirá nada. Publicó once libros, todos escritos en edad avanzada, el primero en 1986 y el último en 2012: un par de novelas, un volumen con historias basadas en la Biblia, diversos libros autobiográficos. Una pista también insuficiente sin duda, hasta que digamos que él fue el «loco del pelo rojo» Vincent Van Gogh, un marino atrapado en el barco del Capitán Nemo, el líder de los esclavos Espartaco; un actor protagonista que también hizo tareas de producción en clásicos del cine, como en «Senderos de gloria» y el filme sobre el analfabeto rebelde que desafió al Imperio romano y en el que compartió escena con otros astros del celuloide: Peter Ustinov, Laurence Olivier, Charles Laughton, Jean Simmons y Tony Curtis. De eso han pasado más de cincuenta años, pero aquel que cambió su nombre de raíces bielorrusas y judías por el de Kirk Douglas fue capaz de mirar atrás, desempolvar su documentación de antaño, investigar lo que él mismo vivió y escribir un libro palpitante de vida, tan emotivo como divertido, entrañable y risueño, absolutamente maravilloso. «Yo soy Espartaco. Rodar una película, acabar con las listas negras» (Capitán Swing Libros, traducción de Ricardo García Pérez) parte de una doble rememoración: por un lado, la de las circunstancias atribuladas del rodaje de la cinta, que se estrenó en 1960, cuando ya el padre de Michael Douglas era toda una estrella, y por el otro, la de cómo el Comité de Actividades Antiestadounidenses, en la famosa caza de brujas impulsada por el gobierno de McCarthy, llevó al ostracismo total a nueve guionistas y un director de cine, sospechosos de simpatizar con los comunistas y atentar contra el país. Otra estrella del cine actual, George Clooney, prologa este último libro de Douglas, muy brevemente, poniendo el acento en su contenido político, tan bien reflejado: «Resulta difícil imaginar hoy día lo que supuso para mucha gente la losa del macartismo. Resulta difícil creer que se obligara a comparecer ante unos subcomités del Senado estadounidense a unos ciudadanos leales y se les pidiera que revelaran el nombre de sus amigos si no querían ir aprisión».
Esos hombres que tuvieron que soportar en 1947 que el congresista republicano J. Parnell Thomas cuestionara su patriotismo y los acusara de actividades antiamericanas –en una sala adonde habían acudido solidariamente, en el avión privado de Howard Hughes, colegas de la talla de Humphrey Bogart, Lauren Bacall, Gene Kelly, Danny Kaye y John Huston– fueron conocidos como «Los Diez de Hollywood». Entre ellos destacaban el guionista Dalton Trumbo y el director Edward Dmytryk. En ese ambiente de persecución política, Douglas acabaría contactando con el aclamado narrador de novelas históricas Howard Fast, comunista declarado, y con el citado Trumbo, ambos en 1950 «pudriéndose en frías celdas penitenciarias». Al salir ese año de prisión, Fast se pondría a escribir «Espartaco» durante nueve meses en los que el FBI seguía vigilándolo; todas las editoriales rechazarían su manuscrito por ser un autor señalado y tendría que imprimir el libro él mismo en el sótano de su casa, justo cuando Trumbo salía en libertad y reanudaba su trabajo con un nombre falso. Douglas sigue la senda de estas y otras víctimas del macartismo y, en paralelo, siempre con un delicioso humor y habilidad de narrador nato, desgrana su vida privada: anécdotas sobre sus hijos y el amor de su vida –su esposa Anne, con la que lleva casado desde 1954– y la creación de su productora Bryna (un homenaje a su madre, la inmigrante que nunca fue capaz de aprender inglés), y también cómo fue reclutando a los elementos que harían posible el filme: al joven director Stanley Kubrick, que sustituiría a Anthony Mann ya iniciado el trabajo, y a un elenco de actores verdaderamente estelar, teniendo que bregar con luchas de egos y diferencias sobre el guión y hasta el modo de empezar la película.
Frías celdas penitenciarias
Seguir la historia de los mil y un obstáculos que se sucedieron a lo largo de la filmación de «Espartaco» sorprenderá hasta al lector más avezado en la materia. Durante meses se mantuvo la amenaza de otra novedosa película de romanos en el horizonte, «Los gladiadores», la censura se empleó a fondo en el guión en cortes que ahora nos parecerían ridículos y que Douglas detalla, sobre alusiones homosexuales (como la escena, recuperada en una versión posterior, de «las ostras y los caracoles», con Curtis y Olivier), el atuendo de los actores, ciertas palabras como «maldito» o imágenes de Varinia (Simmons) dando de mamar al hijo que ha tenido con Espartaco. A lo que se añade la extraña hipocresía de que todo el mundo sabía que Trumbo se estaba encargando de los diálogos pese a que oficialmente fuera imposible decirlo. «Universal se estaba poniendo extraordinariamente nerviosa. Su inversión final en Espartaco superaba en ese momento los 12 millones de dólares... y todo pendía de un hilo», cuenta Douglas. Y todo porque se consideraba inaceptable que Trumbo participara en una película, y porque el mensaje de la película –lograr la libertad– fue interpretado como político: cómo la rebeldía del pueblo podía derrotar al poder (incluso se eliminaron escenas rodadas en España sobre las victorias bélicas de Espartaco).
Pero al final, después de tres años de lucha para que viera la luz, se consiguió estrenar la película, y otros productores siguieron el ejemplo de Douglas, contundente aún con toda aquella injusticia, que no olvida, rozando el centenar de años: «Hoy día todavía hay quien sigue tratando de justificar las listas negras. Dicen que eran necesarias para proteger a Estados Unidos. Dicen que las únicas personas que resultaron perjudicadas fueron nuestros enemigos. Mienten. Hombres, mujeres y niños vieron arruinada su vida debido a esta catástrofe nacional. Lo sé. Estuve allí. Vi cómo sucedía». Kirk Douglas lo supo, lo vio y lo contó, finalmente, para dignificar la inocencia de tantos que acabaron en la cárcel por desacato al Congreso estadounidense y devolverles su legítimo puesto como trabajadores del sector –su empeño fue reconocido en 1991, cuando el Sindicato de Guionistas le dedicó un homenaje por su acción histórica–, así como para hacer la crónica de uno de los rodajes más complejos y fascinantes, más rocambolescos y hermosos jamás llevados a cabo: «Espartaco».
Los porqués de un esclavo
«Yo no sé nada, nada (...) Quiero saber (...) Todo. Por qué una estrella cae y un pájaro no. Dónde está el sol por la noche. Por qué la luna cambia de forma. Quiero saber dónde nace el viento...» Es una de las intervenciones de Espartaco más conmovedoras, unas palabras que son las preferidas del propio Douglas en toda su carrera. Las dijo alguien que, como su personaje, se hizo a sí mismo, con un ímpetu y un deseo inigualable por abrirse paso en el mundo del cine, primero desde los escenarios de Broadway, lo cual fue interrumpido por su participación en la Segunda Guerra Mundial (sirvió en la Marina en 1942-43 y fue herido). A su regreso, su compañera de teatro Lauren Bacall lo recomendaría a un productor y le llegó su primer papel, de político alcohólico en «El extraño amor de Marta Ivers», aunque empezaría a hacerse una estrella gracias a «El ídolo de barro» (1949), donde interpretó a un boxeador.
Ficha
«YO SOY ESPARTACO»
Kirk Douglas
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