Sección patrocinada por sección patrocinada
Historia

Historia

Lorena Hickok, la mujer que fue el verdadero amor de Eleanor Roosevelt

Sale en español un ensayo que narra la relación dela primera dama de Estados Unidos con una periodista

Eleanor Roosevelt y Lorena Hickok vivieron en un época de disimulos
Eleanor Roosevelt y Lorena Hickok vivieron en un época de disimuloslarazon

Entre los muchos cambios que hubo durante la presidencia de Franklin D. Roosevelt, uno de los más destacados fue el de renovar el papel de la primera dama, hasta ese momento casi figurativo por no decir invisible. Eleanor Roosevelt no hubiera estado nunca cómoda por su carácter abierto e independiente, una independencia que también se extendió hacia lo personal. Eso es lo que podemos encontrar en un libro escrito por la escritora Susan Quinn y que ahonda en uno de los episodios más controvertidos en la biografía de la protagonista. Y es que «Eleanor y Hick», editado por Casiopea, indaga en la relación que tuvo la primera dama de Estados Unidos con Lorena Hickok, la periodista asignada por la agencia Associated Press (AP), para seguir sus pasos.

Eleanor siempre tuvo un perfil público, militante, algo que había sido una buena baza durante la campaña electoral de su marido, un hombre enfermo de polio que, pese a todas las adversidades, había sabido hacer frente a los problemas hasta el punto de convertirse en 1932 en el victorioso candidato del Partido Demócrata a la presidencia del país. Son los duros tiempos de la Gran Depresión. La llegada de los Roosevelt a la Casa Blanca la había alegrado, pero también provocó interrogantes sobre su futuro, especialmente, desde el lado más íntimo. Curiosamente, fue una reportera quien le aclaró cómo enfrentarse a esa nueva etapa. Lorena Hickok, también llamada Hick, una reportera conocida para su olfato para saber encontrar historias y explicarlas a sus lectores. Desde los catorce años trabajó como sirvienta en casas de familias adineradas en Dakota del Sur, mientras que Eleanor Roosevelt no había conocido las estrecheces económicas.

Inseparables

Pese a las diferencias, ambas compartían el hecho de haber pasado por infancias solitarias. Las dos se enamoraron y la reportera pronto dejó de trabajar en la agencia de noticias para trasladarse a la Casa Blanca. Allí estuvo los trece años que duró la presidencia de Franklin D. Roosevelt, poniéndose a las órdenes de Harry Hopkins, el jefe de los programas de ayuda del New Deal. La primera dama fue la encargada de facilitarle ese empleo que la hizo inseparable de Eleanor. La relación se prolongaba cuando no estaban juntas a través de las cartas en las que no había ningún tipo de dudas sobre el cariz que tenía aquella relación. «¡Oh! ¡Cómo deseaba abrazarte en persona en vez de imaginarlo! En vez de eso, besé tu fotografía y se me saltaron las lágrimas», dejó por escrito Eleanor en una misiva a Hick durante el primer año de su relación. Por su parte, Lorena, en ocasiones, redactaba cartas en las que hacía de cronista de lo que veía dentro y fuera de las oficinas presidenciales en un país que trataba de renacer tras la mayor crisis económica de su historia: «Este valle es el lugar más maldito que he visto. Si no estás de acuerdo con ellos, eres comunista, desde luego», escribió a Eleanor desde El Centro, en California. Otro ejemplo : «Dios mío, ¡me pregunto qué será una emergencia a los ojos de las viejas señoras que dirigen la Cruz Roja!». Hablamos de un epistolario formado por unas tres mil trescientas cartas y que es uno de los ejes de la investigación llevada a cabo por Susan Quinn, una crónica viva de lo que era la relación de las dos mujeres, pero también del tiempo que les tocó vivir.

Cartas destruidas

Hick conservó todo el conjunto, pero tras la muerte de Eleanor destruyó algunas de las misivas, las que tenían un contenido más explícito, además de tratar de reescribir otras. Afortunadamente, no siguió con ese cometido y prefirió donarlas a la biblioteca presidencial que lleva el nombre del presidente. Aunque todo incluía una condición: no se podía hacer público el contenido hasta que hubieran transcurrido diez años desde su fallecimiento. Pasado ese tiempo, en 1978, una periodista llamada Doris Faber accedió a la colección quedando conmocionada al leerlas: «¿Cómo podría un adulto, razonablemente perceptivo, negar que se trataba de cartas de amor? ¿Y que un romance, con al menos algo de expresión física, había existido entre esta reportera y Eleanor Roosevelt? ¡Increíble!». El libro publicado por Faber sobre el tema fue un escándalo, incluso para las en apariencia mentes más abiertas del Partido Demócrata en la década de los 80, como era el caso de Helen Gahagan Douglas a la que Nixon tiempo atrás había acusado de progresista, aunque la realidad demostró que no lo era tanto.

A Hick le fascinó desde siempre Eleanor, mucho antes de que llegara a la Casa Blanca, y sabía que ella era la noticia. Si bien al principio fue tras los pasos de Franklin D. Roosevelt, escribiendo que el candidato se dirigía a «granjeros con el rostro muy curtido y sombrío, algunos tan harapientos que recordaban a las fotografías de campesinos mongoles muertos de hambre que aparecían en las secciones de hueco grabado de los periódicos dominicales. Ellos no vitorearon. No aplaudieron. Se quedaron ahí de pie bajo el abrasador sol, en silencio, escuchando». Su compañero en la trinchera periodística, Rags Ragsdale, recordaría años más tarde que «Lorena estaba más emocionada que nunca a su regreso. A partir de ese momento, le resultó difícil escribir con las habituales restricciones de AP sobre la señora Roosevelt». Hick no tardó en visitar a los Roosevelt en la mansión familiar de Hyde Park y tras la convención demócrata de 1932 fijó su objetivo. A Bill Chapin, su jefe en AP, le remitió el siguiente telegrama: «La dama tiene una enorme dignidad, ella es la protagonista». Poco después, en octubre, Chapin finalmente le dio luz verde para que informara solamente de quien iba a ser primera dama: «Ahora es toda tuya, Hickok. ¡Diviértete!». A partir de ese momento, como sostiene Quinn en el libro, Hick se convirtió en un apéndice de Eleanor. Las dos se dieron cuenta de que guardan secretos y que podían compartirlos sin problemas. Por un lado, la periodista era lesbiana en una época en la que se tildaba de inmoral y escandalosa cualquier relación de ese tipo. Por su parte, Eleanor fingía ante la opinión pública que vivía un matrimonio feliz. Nadie sabía que hacía tiempo que estaba decepcionada con el «gran hombre» que le había sido infiel con una atractiva secretaria de nombre Lucy Mercer, una herida que no cicatrizó. No se divorciaron para no arruinar su carrera política, pero de puertas para dentro cada uno de los Roosevelt hacía la vida que quería. Y Hick fue descubriendo todo eso personalmente.

«Estaría vacía sin ti»

El epistolario iniciado en aquellos días da buena cuenta de lo que fue aquella relación. Poco después de que Franklin Roosevelt se convirtiera en el nuevo ocupante de la Casa Blanca, su esposa escribía a su más querida amiga: «Hick, querida. No puedo irme a la cama esta noche sin decirte nada.Has hecho tanto para formar parte de mi vida que esta estaría vacía sin ti a pesar de tenerla ocupada cada minuto». La carta concluía de la siguiente manera: «¡Oh, cariño! Espero que seas más feliz con nuestra amistad. Sentí que hoy te había causado más incomodidad y dificultades, y casi más dolor de lo que podrías soportar y no deseo hacerte infeliz. Todo mi amor; te seguiré llevando en mi pensamiento en los siguientes minutos». La misiva, a la manera de postdata, incluía los siguientes versos: «Que duermas tranquila, querida mía. / Los ángeles te cuidan/ y Dios te protege. / Mi amor te envuelve/ toda la noche».

Hick también mostraría su afecto por escrito, como cuando previamente a una reunión navideña le envía una carta donde escribe: «¡Buenas noches, querida!, quiero abrazarte y besarte en la comisura de los labios. Y dentro de poco más de una semana, ¡lo haré!». La periodista sobrevivió a Eleanor. Cuando, Hick murió muchas de sus posesiones más preciadas fueron a familiares de quien fue primera dama de Estados Unidos, entre ellas la gran taza azul que había usado para el café con leche durante sus años en la Casa Blanca.