Carneros infectados de turalemia, la primera arma biológica
Desde los asirios envenenando pozos de agua con ergotamina a la ambición de un soldado que abrió un cofre de oro en el templo de Apolo y desató la llamada «peste antonina» son varios los ejemplos que demuestran que El uso intencionado de agentes biológicos ha sido una constante bélica histórica
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El miedo paraliza, pero también puede animar la imaginación. No importa que los científicos hayan establecido el origen natural del virus: las teorías de la conspiración sobre el coronavirus inundan las redes desde finales de 2019. Las más novelescas apuntan a una creación humana; es decir, que el COVID-19 se habría generado en un laboratorio secreto para su uso como arma biológica. A partir de ahí, los amantes de la conspiración indican dos caminos: el virus se escapó, o fue soltado. El accidente es posible, pero improbable, ya que el Instituto de Virología de Wuham tiene un laboratorio de máxima seguridad (P4) con los patógenos más peligrosos. Las autoridades científicas han descartado esto, por lo que se disparan son las tramas conspirativas. Una de ellas apunta a los «chemtrails», las estelas que dejan los aviones, y que estarían rociando de virus a la población. Otra que sería un patógeno liberado para acabar con la población envejecida, y que supone un coste alto para el sistema. Y finalmente, están aquellas teorías que explican la pandemia como el resultado de una guerra biológica entre Estados Unidos y China. El uso de agentes biológicos ha sido una constante bélica desde el inicio de la Humanidad. El primer pueblo que utilizó un arma biológica, parece ser, fueron los hititas hacia el 1400 a.C, en su guerra contra los arawos. Cuentan que soltaron un par de carneros infectados de turalemia. Los asirios envenenaban los pozos de agua con ergotamina ya en el siglo VI a.C., y luego lo hicieron griegos y romanos en los asedios. Los arqueros escitas impregnaban sus flechas en sangre corrompida por excrementos, y llevaban al cinto unos pequeños frascos dorados que contenían una tóxina.
El veneno de los nativos
El navegante cartaginés Himilcón, que vivió hacia el 450 a.C., envenenó a sus enemigos libios echando mandrágora en el vino. Esta era una práctica habitual: simular una huida y dejar alimentos con toxinas para provocar la muerte del perseguidor. Ciro II el Grande, el rey persa, (600/575-530 a.C.), que creó el mayor imperio conocido, envenenó a los masagetas, unos pueblos nómadas iranios, justamente con vino. El autor romano Claudio Eliano (175-235) en su «De Natura Animalium» relata que en la invasión de la India por Alejandro Magno (356-323 a.C.), los nativos tenían dos venenos extraídos de la serpiente púrpura de cabeza blanca. Uno de ellos provocaba una lenta muerte por necrosis, y el otro hacía que «el cerebro se licuara y goteara a través de los orificios nasales». También se utilizaron animales. El rey Barsamio defendió en el año 200 la ciudad de Hatra del asedio de las legiones romanas de Septimio Severo (146-211) tirando recipientes cerámicos llenos de serpientes, avispas, escorpiones e insectos. El cartaginés Anibal hizo lo mismo con las naves de Eumenes de Pérgamo entre el 190 al 184 a.C. Del mismo modo se lanzaba lo que se llamaba «pestilencia manufacta», que eran recipientes con restos animales o humanos contaminados.
En la historia antigua en ocasiones se une el testimonio con el mito y la religión. Es el caso del Arca de la Alianza, un cofre de madera del pueblo judío, y que desató la peste en las ciudades filisteas en el siglo XII a.C. Lo mismo pasa con la llamada «peste antonina», del 165 al 180 a.C.. La historiadora Adrienne Mayor cuenta que la pandemia se desató porque un soldado abrió un cofre de oro en el Templo de Apolo de Babilonia. En el año 1347 llegó a Europa la peste bubónica procedente de China. Entró a través del puerto de Kaffa, en la península de Crimea, en el Mar Negro. Un año antes dicha ciudad fue sitiada por Djani Bek, un khan tártaro. Frustrados por la resistencia y diezmados por la peste, los tártaros abandonaron el cerco, pero antes de irse tiraron sobre Kaffa cuerpos infectados. Los comerciantes y huidos de la ciudad infectaron las poblaciones de Constantinopla, Sicilia y Génova, y de ahí al resto de Europa. Se calcula que murieron 25 millones de personas.
El arma biológica de Alemania
El virus de la viruela se utilizó como arma biológica por primera vez por el Reino Unido en la Guerra de los Siete Años con Francia. Lo hizo el general Jeffrey Amherst (1717-1797) cuando entregó mantas infectadas con dicho patógeno a las tribus indias que colaboraban con el enemigo. El cálculo es que murió el 50% de la población. El desarrollo de la teoría microbiana de las enfermedades por Robert Koch en 1875 lo cambió todo: aislando el virus se podía utilizar contra el enemigo. Los primeros en utilizar un arma biológica fueron los alemanes en la Primera Guerra Mundial. Extendieron el carbunco entre caballos y mulas, todavía importantes en los conflictos bélicos, a través de los agentes que tenía en los países enemigos. El patógeno era enviado en valijas diplomáticas. También utilizaron la bacteria que produce el muermo, una enfermedad que produce neumonía, necrosis, septicemia y finalmente la muerte. El coordinador de esa agencia alemana de guerra bacteriológica fue Anton Dilger (1884-1918), un médico norteamericano de origen alemán. Lo curioso es que Dilger murió en Madrid por la llamada «gripe española».
El Protocolo de Ginebra, firmado en 1925, prohibió el uso de armas bacteriológicas y químicas, aunque no impidió su producción ni la investigación. Durante la Segunda Guerra Mundial algunos de los países beligerantes, como Alemania, Reino Unido, la URSS y Estados Unidos, poseían estas armas. Los soviéticos las usaron contra los alemanes en Stalingrado extendiendo la tularemia, que afectó también a los soldados del Ejército Rojo. Sin embargo, fue Japón el más salvaje. Los japoneses, en especial la Unidad 731, infectaron con tuberculosis, difteria, ántrax, cólera o viruela a sus enemigos chinos y coreanos. A fecha de hoy no se sabe exactamente el número de víctimas. Durante la Guerra Fría hubo acusaciones mutuas entre EE UU y la URSS de utilizar la guerra biológica contra seres humanos y animales. El miedo al enfrentamiento llevó a que en 1972 los grandes países firmaran una convención para prohibir el desarrollo, producción y la compra-venta de armas biológicas. Sin embargo, un escape de ántrax en las instalaciones soviéticas de Sverdlovsk, en abril de 1979, produjo 500 víctimas. El Gobierno lo negó entonces, pero en 1992 el presidente Boris Yeltsin lo reconoció. Los soviéticos tenían un programa llamado «Ecología» para eliminar la ganadería y la agricultura con aviones que esparcían patógenos en los campos: fiebre aftosa, gripe porcina, peste bovina y psitacosis. Sadam Hussein las utilizó contra la población kurda en la década de 1980. Los kurdos las llamaban «bombas sin voz». Los proyectiles no explotaban, sino que soltaban una combinación químico-biológica. Sadam llegó a almacenar 19.000 litros de la toxina del botulismo, que no llegó a utilizar. El terrorismo islamista ha usado en varias ocasiones, ya en el siglo XXI, armas bacteriológicas, especialmente el carbunco, para sembrar la muerte. Acabada la Guerra Fría hay quien quiere ver en el coronavirus un ataque de Estados Unidos a China. Corren muchos bulos en las redes, con vídeos y documentos, que hilan supuestas pruebas, testimonios de predicadores y científicos, que azuzan el miedo de la gente corriente. También hubo negacionistas al comienzo de la epidemia, políticos, científicos y periodistas, que dijeron que era una simple gripe, y que el alarmismo servía para ocultar maniobras políticas o para impedir manifestaciones.