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El payaso que salvó la vida de Alfonso XII

Un documental recoge la historia de Marcelino, el «clown» español que hizo reír allá por donde pasó. «La mejor actuación que se puede ver sobre un escenario», escribían todas las crónicas. Sin embargo, murió solo y olvidado

Marcelino Orbés
Marcelino OrbésLa Razón

Un payaso es un ser contradictorio por naturaleza. Casi tanto como confinarse en tiempos de pandemia. Muchos cumplen el sueño del teletrabajo, un oasis de tiempo libre para los neófitos, pero, por contra, no se tiene más horizonte que el edificio de enfrente. Pues un payaso es algo así. Un quiero y no puedo. Un tipo creado para divertir, pero que, a su vez, roza la depresión crónica. Los «clowns» siempre vienen con una cara B y puede que sea justo por ello el que estén entre nosotros desde tiempos remotos: porque son un espejo del que ríe. En estas arenas movedizas se desempeñó el que denominaron «el mejor payaso del mundo», Isidro Marcelino Orbés Casanova. Eran los inicios del siglo XX y ni semejante título sirvió para evitar una depresión sin salida.

Pero antes de llegar hasta ahí, conviene repasar la vida de un hombre que triunfó fuera de nuestras fronteras y en el que ahonda el documental «Marcelino, el mejor payaso del mundo» –a la espera de ser estrenado después de la cancelación del Festival de Málaga–. Nacido en Jaca (Huesca), en 1873, no ha quedado claro el primer contacto del Marcelino niño con el circo. «Dio varias versiones», cuenta un Pepe Viyuela, que protagoniza la cinta. En Zaragoza «asistió por primera vez a un espectáculo y eso lo cambió todo». Terminó enrolado en el Circo Alegría. «Quería ser payaso», recuerda Mariano García –periodista y autor del libro editado por Mira que comparte título con el filme–; sin embargo, comenzó haciendo acrobacias junto a la familia Martini. Marcelino siempre contaba que actuó para el rey Alfonso XII. Durante el número de los elefantes, uno barritó, levantó la trompa y fue hacia el monarca. Marcelino se dio cuenta y tiró el sombrero a la cara del animal. Entonces, fue a por Marcelino, que hizo volteretas, se subió al trapecio y de ahí a los techos del circo. Terminó salvando su propia vida, pero también la del rey. Motivo por el que al día siguiente fue condecorado en palacio «por la valentía demostrada».

Tras sus primeros pasos en casa, dio el salto a Europa. Deambuló por varios países hasta que construyó al personaje. Un payaso que aunaba al augusto y al carablanca, cara y cruz. Igual que Chaplin, se hizo reconocible con su bombín y su bigote, el de Jaca se volvió inconfundible gracias a su esmoquin usado y su mímica. Una silueta única. Empezó a trabajar en los circos más importantes del continente. Hacía reír como nadie. En Roterdam calificaron su actuación como «la mejor que puede verse en estos tiempos sobre el escenario», así que pronto dio el salto a las islas británicas. Allí conocería a Louise Johnson, aunque no fue un matrimonio idílico. Marcelino debía dejarla sola día y noche y la relación no aguantó. Esa fue su vida. Éxito con el público y mucha tristeza en lo personal.

En esas le llegaría su contrato en el Hippodrome de Londres, en pleno distrito teatral, donde se convertiría en un mito y coincidiría con Chaplin. Hasta los reyes y el príncipe de Gales le regalarían los oídos. En 1905, ya no podía salir a la calle. La gente le reconocía e imitaba los silbidos que hacía en escena. Sin embargo, sintió que Londres se le quedaba pequeño y decidió dar el salto a Nueva York. Cuenta la Prensa que la noticia llevó a muchos a despedirle al puerto de Southampton mientras lloraban.

Liga superior

Lo que el payaso se iba a encontrar al otro lado del Atlántico era una liga superior. Elmer Dundy y Frederick Thompson habían decidido abrir en la Gran Manzana un teatro de 5.200 localidades y un escenario que tenía cerca de 200 metros cuadrados. Necesitaban docenas de artistas para llenarlo y entre ellos estuvo Marcelino, al que hicieron un contrato para varios meses que superaba con creces lo ganado en Europa. «La llegada de Marcelino fue arrolladora», dice García. Lo presentaron como una verdadera estrella, como el «mejor del continente europeo», y lo quisieron enfrentar al «mejor de América», Slivers Oakley. Las dos funciones diarias hicieron que 2,5 millones de personas vieran al payaso durante todo el año. Era un tsunami. Nadie le hacía sombra. Los empresarios del teatro le firmaron de por vida, abrió cursos por correspondencia, era requerido en las fiestas sociales, las piezas se escribían para él...

Pasó años únicos hasta que en 1910 decidió emprender la carrera en solitario. Fue un fracaso. Todo el viento que había soplado a favor durante mucho tiempo se volvió en su contra. Los empresarios dejaron de subvencionar la gira y él asumió los gastos hasta la ruina. Se refugió en su restaurante italiano (dicen que invirtió hasta 40.000 dólares en él, aunque nunca terminó de funcionar como esperaba) porque los propietarios de los teatros empezaron a apostar por otro tipo de ocio: el cine, más barato y querido por el público y en el que Marcelino probó suerte, pero no supo adaptarse como otros.

Pasaron los años con actuaciones por pequeñas salas que no correspondían con su caché, pero no tenía otra. «Vaga sin rumbo», decían unas crónicas que se olvidaron de él hasta que en noviembre de 1927 volvieron a escribir su nombre. El que fuera el mejor payaso del mundo se había quitado la vida en una habitación del Hotel Mansfield con una pistola comprada con el dinero de empeñar el alfiler de corbata que le habían regalado en el Hippodrome.

Cuando Marcelino enseñó a Chaplin

En las pantomimas navideñas de 1900, el Hippodrome londinense quiso montar una «Cenicienta» nunca vista y, para ello, su dueño, Moss, se dejó una auténtica fortuna. Pero no fue eso lo más llamativo de aquella pieza, sino un encuentro. El del sirviente, que terminó convertido en la estrella del «show», con el de un niño llamado Chaplin que, ya de mayor y después de una carrera triunfal, escribiría de Marcelino: «Era divertidísimo y también encantador».