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Antonio López: «El arte no puede salvar vidas»

Apenas tres meses después de la muerte de María Moreno, Antonio López sigue trabajando.Confinado en su casa –nada raro en él–, se dedica a una escultura basada en una fotografía de cuando él tenía seis meses. Se reencuentra con el niño que fue 84 años después, en un momento en el que admite no comprender lo que está pasando. «Hay algo que el hombre no está haciendo bien»
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El pasado 17 de febrero moría María Moreno, pintora del llamado grupo de realistas madrileños. La mujer que acompañó durante más de sesenta años al también pintor Antonio López, adscrito a la misma corriente y figura principal. Estos días se ha escrito mucho sobre si ella quedó ocultada por él, un artista cuya menudez no le impide proyectar una abrumadora sombra, por más silenciosa que sea. A él, esta cuestión le parece absurda, lógica, eso sí, pero sin sentido, muy de estos tiempos anatemizados por eslóganes, pero con poca vida detrás. Era desconocer la vida de María Moreno, caer, precisamente, en lo mismo que ahora se quiere conjurar por ley: que ella solo era género, cuando lo fue todo, artista y, claro, mujer.
A veces cuesta diferenciar un dibujo de él del de ella. María acompañaba a pintar a Antonio –«en los últimos años ya no podía»– y él le acompañaba a ella; se aconsejaban, se corregían, se ayudaban, incluso llegaron a pintar el mismo lugar exactamente, con unos años de diferencia. Ahí está el jardín trasero de la casa, él en 1969, ella en 1973. Ambos están fotografiados contra el mismo muro del mismo jardín y luego él la pintó a ella en el mismo palmo de tierra, en 1977. También dibujaron los mismos membrillos. «La individualidad de Mari siempre ha sido muy marcada. Ella era ella, y yo era yo, y aún así, yo conocí perfectamente su obra y ella conoció la mía», dice ahora, recluido en su casa en Madrid, algo que para él no supone ningún esfuerzo. Vive prácticamente encerrado desde hace décadas, cumpliendo con una disciplina monacal, de una austeridad insultante para este momento de exaltación de los sentimientos y de un colectivismo gregario.

La vida original

¿Tiempos difíciles? «Bueno. No sabría decir. Como siempre, más para unos que para otros. No me puedo quejar. La vida es así, inconcebible sin la muerte. Sigo haciendo lo mismo cada día desde hace años, pero ahora observo el mundo y hay momentos en que me parece extraño. Hay cosas que no entiendo, me extraño de lo que está pasando y no consigo comprenderlo, pero creo que eso le pasará a la mayoría. ¿Tú lo entiendes?». Habla con su habitual desprecio a la prosopopeya, a la inflamación del dolor. Dolor y bondad. «La enfermedad de Mari fue larga, lo pasó mal al final, pero igual que fue una persona buena en la vida, fue buena en su propio dolor. No había queja alguna. ¿Puede haber más sabiduría?». Su voz suena lejos, pronuncia con desgana, mezclada con los ecos de su casa casi vacía, con paredes enyesadas, como si formara parte de sus inacabadas pinturas. Con un intenso olor a tierra. Una vez me contó que cuando Francisco Umbral iba a cenar a su casa le echaba magdalenas al perro. Como si estuvieran en Combray, y él no más que un Proust de secano.
«¿Quién es?». Responde al teléfono, como si lo hiciera desde la puerta de su casa de Tomelloso, aquel pasillo con el cristal esmerilado al fondo que pintó María, tan silencioso, crujiendo los baldosas, extrañado por una visita no prevista. «Un momento», añade. Y se oye el vacío del taller, unas pisadas, voces. Habla con su hija María, y luego el alivio del cuerpo al dejarse caer sobre la silla, de enea, cómo no. «Aquí estoy, trabajando, claro, no podría hacer otra cosa». Y entonces se ríe satisfecho. Creo que le molesta que alguien lo ponga en duda, que por un instante alguien pensase que estaba ocioso entretenido en algo que no fuese nsus dibujos y pinturas. Ni delante de la televisión contabilizando muertos.
Está trabajando en una escultura basada en una fotografía suya realizada cuando tenía seis meses, en Tomelloso. «Es de junio de 1936, a falta de un mes para que estallase la guerra, así que ya ves la cara de felicidad de un niño con la que iba a caer... qué inocencia. Después de todo, nadie sabía el desastre que se nos venía encima». La fotografía, ahora ampliada, la tiene en la mesa de trabajo, junto a la peana en la que se alza la pieza en escayola: un niño rollizo sentado sobre un almohadón. Se ven las manos de su padre sujetándole para mantenerle erguido. «Me reconozco en esa fotografía, no sé por qué. Está hecha hace 84 años y sin embargo me siento unido a ella de una manera carnal... misterios de la memoria. Entonces, a los niños nos fotografiaban desnudos, supongo que para demostrar que estábamos gordos y hermosos, bien criados, cuidados como ángeles», afirma, mientras él mismo cuestiona lo que va diciendo con su seca sorna manchega. Es una pieza a tamaño natural, «pequeñita, porque yo era un niño pequeñito, como ahora», pero tiene un problema técnico en su realización. La fotografía, lógicamente, es frontal, lo que le impide reproducir la espalda del niño. No es la primera vez que trabaja sobre el cuerpo de un niño y de sus propios familiares: lo hizo con sus hijas, María y Carmen, y con sus nietos, con su tío y maestro Antonio López Torres, con sus abuelos Josefa y Sinforoso y, por supuesto, con María. «A mi hermana Josefina la pinté en 1953, cuando yo estaba estudiando en la Academia de San Fernando». Ella, sentada, lee un libro, descalza, con el clasicismo picassiano de esos años. En la reconstrucción de su propia espalda infantil realiza un pormenorizado estudio anatómico. Trabaja en espaldas de modelos de personas adultas, incluso en él mismo desnudo, encogido, como un niño que ha llegado a la vida. Él viejo desnudo junto al niño que fue. No sabría decir qué le llevó a realizar esta escultura. Cuando empezó, María vivía todavía. Él deja que las obras maduren, hasta el límite, cuando parece que sólo quedan los huesos y muestra la debilidad de la vida. Volvió a ella y ahora es su prioridad. ¿Una vuelta al origen de la vida? Responde tajante: «Yo qué sé». Un día, dice, miró esa fotografía y vio algo en ella que hasta entonces no le había llamado la atención. «Creo que entonces ya había adquirido plenamente todos los sentidos y, no sé por qué, me reconocí en ese niño. No sé a qué responde, pero así fue».

«Hay que ser humildes»

Primero estuvo trabajando en la pieza en barro y, más tarde, hizo en la Facultad de Bellas Artes el vaciado en escayola. Suele refugiarse en la Facultad, entre alumnos y bustos de los que copiar, como esa Olimpia de 1881, en la que se entretuvo en sus cabellos –peleaba arrastrada por unos centauros–, para salir del ruido. «Por eso iba allí, porque modelar estas Olimpias y entender su silencio, ese misterioso lenguaje que nos dejaron escrito».
La pieza está construida en cinco fragmentos y, en un futuro, la fundirá en una aleación de bronce, cobre y estaño en el taller de Arganda donde ha realizado sus anteriores trabajos. Allí le había acompañado María en 2011, cuando preparaba un hombre desnudo, de 1,84 de altura, que expuso en su gran retrospectiva del Museo Thyssen. Pulía con devoción a un hombre sujetado por correas, como si el le hubiera dado la vida y supiese el mapa de sus heridas, huesos y venas. Hay algo que sobresale de ese polvo mineral: la necesidad del esfuerzo físico. «En todo arte hay una entrega física –decía–, si lo que haces añade valor está bien, pero si no añades nada, eres un obrero más».
Y así van pasando los días de este encierro. Tomelloso, su pueblo, con 35.000 habitantes, es una de las poblaciones de España donde con más fuerza ha golpeado la pandemia. «¿Qué va a pasar? Eso solo puede saberlo los médicos, la ciencia, pero no un pobre pintor, ni un poeta... el arte tiene otra función, que no es la de salvar vidas. No somos el centro del mundo, somos una parte más, necesaria, sí, pero pequeña. El arte siempre ha sido para minorías, ahora, en el siglo XVII o en el XIX. Hay que ser humildes, todos». Que cada uno ocupe su lugar, que haga lo que tenga que hacer, y que lo haga bien. Ese es su programa, nada más y nada menos. «Lo único que se me ocurre ahora es que el hombre no está viviendo bien. Está invadiéndolo todo con objetos perecederos, pero ha olvidado los usos fundamentales y duraderos. El hombre no está haciendo bien las cosas. Hay que volver a un mundo más sencillo».

«Soy el único que está vivo»

Lo dice sin dramatismo, tal vez porque sepa que en este oficio –el oficio de vivir como lo llamó Cesare Pavese–, es también cuestión de suerte. «De aquel grupo de pintores que nos llamaron los realistas de Madrid, soy el único que está vivo». Tras la muerte de María Moreno, Amalia Avia, Antonio López, Julio López, Esperanza Parada e Isabel Quintanilla, el grupo de amigos de abrigos largos que se conocieron en la posguerra, dijeron adiós en la retrospectiva que el Museo Thyssen le dedicó en 2016. Lo merecían.