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Historia

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Por qué la crisis del Covid-19 no es una posguerra

Es corriente que en tiempos de crisis se hable del futuro de la sociedad. Aparecen los profetas, normalmente a la izquierda, siguiendo una costumbre adquirida desde que Marx ideó un supuesto sistema científico de predicción de la Historia

Nuremberg
La ciudad alemana de Nuremberg quedó literalmente reducida a escombros después de 1945NARA

Esto no es una guerra. No importa el lenguaje bélico que utilice la extrema izquierda o el Gobierno. Ni siquiera cuando Pedro Sánchez usa expresiones de informes y arengas militares, como resistencia y sacrificio, o hace una copia burda de Winston Churchill. El Gobierno socialcomunista necesita que la pandemia sea vista como una guerra porque quiere evitar la responsabilidad por su negligencia y el retraso en tomar medidas, y cuando todo pase presentarse como los «salvadores de la patria». No importa que la victoria solo dependa de la ciencia y de la responsabilidad individual. El Gobierno está obsesionado por preparar la «posguerra»; es decir, el momento en que se considere terminada la pandemia y haya que iniciar, según quieren, un nuevo Estado social, paternalista e intervencionista.

La visión de la pandemia como una guerra lleva aparejada el que la izquierda quiera que apliquemos la historia de la Europa de entreguerras. Están propagando la idea de que si no se construye un modelo estatista que repudie el mercado, que someta la libertad al bien común definido por el Gobierno, se caerá en el fascismo. Debe haber, dicen, una condena del «neoliberalismo» y una imposición de un Estado social. Por eso, la ministra Irene Montero dijo el 12 de abril que la Unión Europea debe dar a «esta guerra» una «solución antifascista».

En realidad, toman la pandemia como oportunidad para cambiar el sistema, incluso como una revancha por el fracaso del comunismo y el inicio de una nueva época desde 1989. De ahí que su discurso juegue con dicotomías propias de otro tiempo, y falsas, como «derechos sociales» ante el «fascismo», o «justicia social» frente al «capitalismo». Uno de los mantras de la izquierda es que el fascismo surgió para detener la «respuesta obrera» ante las consecuencias sociales de la crisis económica, asentada sobre los veteranos que habían participado en la Primera Guerra Mundial. Las democracias de Entreguerras, dicen, no supieron establecer «derechos sociales», y las clases medias y trabajadoras fueron seducidas por el fascismo.

Un mecanismo incierto

Hoy sabemos que no es cierto ese mecanicismo histórico, tan propio del marxismo como acientífico. Era solo uno de los argumentos comunistas contra el capitalismo y la «democracia burguesa». La clave de que muchos europeos se decidieran por ideologías totalitarias, como el fascismo y el comunismo, estuvo en que las costumbres públicas democráticas, la libertad en sí misma, no estaban arraigadas ni valoradas.

Los europeos no creían lo suficiente en la libertad y en el respeto a las reglas de la democracia. Los totalitarismos de la primera posguerra arraigaron sobre creencias previas a 1914, como el nacionalismo conservador y el comunismo. Las masas accedieron a la política sin creer en la democracia porque las viejas élites no trabajaron para convencerlas, y las nuevas adoptaron estrategias inteligentes para destruir el régimen. Lo que llegaba al individuo de la Europa de la posguerra de parte de los partidos no eran programas de gestión, sino ofrecimientos de modelos de sociedad diferente. Modelos, claro, basados en la eliminación del pluralismo, de los enemigos de la nación o del proletariado, y en el crecimiento del Estado. Era aquello que expresó Mussolini y que hoy hacen suyos los totalitarios de izquierdas: «Todo en el Estado, nada contra el Estado, nada fuera del Estado».

El discurso de los totalitarios en aquellos años de entreguerras era que el liberalismo había muerto por ser incapaz de resolver los problemas sociales; esos mismos que, según fascistas y comunistas, iba a resolver el Estado. Sus partidos participaron en las democracias constitucionales recién nacidas tras 1918, pero sin lealtad al régimen. El resultado fue nefasto: una élite política con partidos de masas que quería derribar el mismo orden que permitía su ascenso. Esos partidos, comunistas y fascistas, basaron la política en el conflicto y el odio, en levantar trincheras contra el adversario para convertirlo en enemigo. Las torpezas de las viejas élites de la posguerra y la tarea de destrucción de las nuevas desacreditaron la democracia como un sistema para la convivencia y la prosperidad, y lo presentaron como una forma caduca e insuficiente.

Esto propició la creación de los totalitarismos fascista, nacionalsocialista y comunista, admirados por muchos antes liberales o demócratas que vieron en ellos la modernidad, la fórmula del progreso, e, incluso, el último paso de la Ilustración. El Estado era presentado como principio y final de toda vida social, y el Gobierno de un partido único como forma natural de los nuevos tiempos, del ritmo histórico. Era el instrumento para la ingeniería social, pero desprovisto de garantías para la libertad y el ejercicio de los derechos individuales. La segunda posguerra, la que se inició en 1945, fue muy diferente. Había sido derrotado el fascismo y el nacionalsocialismo, pero no el comunismo soviético, que se extendió a través de la ocupación o de golpes de Estado. La situación se definía por una crisis económica y social, un gigantesco desempleo y hambruna, como resultado de la destrucción completa del tejido humano y productivo de los países beligerantes. Geopolíticamente el mundo era muy distinto a como es hoy: dos grandes potencias enfrentadas por modelos de sociedad completamente distintos.

La lección que los europeos sacaron de la primera posguerra fue que la segunda debía hacerse sobre el consenso político. Esto suponía un acuerdo entre las élites de los partidos, especialmente los socialdemócratas y los democristianos, para establecer un régimen de libertades junto a un conjunto amplio de derechos sociales. Esto, que se llamó «Estado del Bienestar», tuvo formas distintas adaptadas a las costumbres y la estructura de cada país. La opinión pública estaba entonces preparada para un Estado omnipresente e intervencionista porque así había sido durante la guerra. La gente, además, recordaba la tensión política producida por la falta de consenso en las bases de la economía y en las relaciones laborales. El Estado se pensó entonces como un padre mediador, un árbitro que proveía de orden y derechos sociales a los ciudadanos, pero garantizando la libertad.

Alternancia de poder

El consenso socialdemócrata permitió la alternancia en el poder de distintos partidos en los países europeos, la paz y la prosperidad, no exenta de problemas, crisis y excesos. Ya Hayek en «Camino de servidumbre», publicado en 1944, hablaba del riesgo de un Estado proveedor, siempre en expansión, basado en una cada vez mayor fiscalidad y gasto social. Era lo mismo que había señalado setenta años antes Herbert Spencer en «El Individuo contra el Estado»: con la excusa de una sociedad más libre los estatistas iban a reglamentar más la vida pública y privada, y, por tanto, reducir la libertad.

Para Raymond Aron, en cambio, la victoria sobre el comunismo soviético requería ajustar esa libertad a una democracia con sentido social. Era una posguerra sin utopías, como decía Isaiah Berlin, porque la Historia no tiene una ruta determinada ni nadie decide qué es «progreso» o «progresista». Al menos nadie que no tenga un evidente complejo de superioridad moral capaz de establecer el mecanismo «científico» con el que funciona la Historia, apartando a los que piensan distinto. Ahí está la raíz del totalitarismo, como señaló Talmon, en aquellos que se atribuyen la voluntad popular para dictar en tiempos de crisis como el actual cómo tiene que ser obligatoriamente el futuro, y, lo que es peor, cómo ha de ser el camino hasta el paraíso y quiénes sobran.

La socialdemocracia formó parte de esta construcción europea, aunque hubo otra parte de la izquierda, impulsada por la Escuela de Frankfurt, que creó un paradigma distinto para una generación que no había vivido la guerra. Fueron los Theodor Adorno, Jürgen Habermas y sobre todo Herbert Marcuse, que renovaron el desprecio a la democracia liberal y al capitalismo. Fue la generación de Mayo del 68, maoísta, leninista, asentada en el ecologismo, el multiculturalismo y el antiimperialismo. Con ellos, la posguerra había terminado, y se iniciaba un nuevo deseo de derribar lo existente.