Nueva normalidad: vivir en una distopía
La comunidad homogénea, forjada por el Estado a partir de una falsa equidad y una forzada armonía, es la utopía de los totalitarios y los autoritarios: un Hombre Nuevo, adornado de virtudes útiles para la comunidad, sano, feliz y en paz
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El Gobierno de Sánchez ha tomado el concepto «nueva normalidad» para señalar el periodo que se inicia con el desconfinamiento. Ese sintagma tiene dos orígenes. El gobierno chino de Xi Jinping nombró así en 2012 a su política económica para superar la crisis iniciada en 2007. Por otro lado, la OMS, en muchos casos sometida a China, bautizó de esta manera al tiempo que comenzaba con la gestión para detener y paliar los efectos de la pandemia del COVID-19.
El asunto es precisamente dar contenido a esa nueva normalidad. Josep Borrell, ahora Alto Representante para Asuntos Exteriores de la Unión Europea, indicaba en una entrevista del 7 de abril que se iniciaba una etapa en la que el Estado lo abarcaría todo «de forma permanente». Esa presencia estatal supone la injerencia en la vida privada y pública de la gente, un replanteamiento del ejercicio de los derechos y libertades, un aumento de los impuestos, del gasto y de la deuda para inflar el Estado del Bienestar, y la intervención pública en la economía. Es la versión socialdemócrata de «Todo en el Estado, nada fuera del Estado, nada contra el Estado» que pronunció Mussolini en 1927 en el parlamento italiano.
La nueva normalidad, por tanto, vendría a ser un Estado omnipresente, paternalista y todopoderoso, que sometería el «dominium» (la libertad y los derechos) al «imperium» (la soberanía estatal). Esto significa que el Gobierno, con el Estado a su servicio, interpretaría el «bien común» a su antojo, en plena excepcionalidad decretada por él mismo, para determinar a su criterio la propiedad, las relaciones laborales y la economía. La libertad de expresión y la separación de poderes son siempre las primeras víctimas de un sesgo autoritario de esta envergadura, como vemos en esta crisis.
Esa comunidad homogénea, forjada por el Estado en una falsa equidad y una forzada armonía, es la utopía de los totalitarios y autoritarios: un hombre nuevo, adornado de virtudes útiles para la comunidad, sano, feliz y en paz, que constituye la sociedad nueva, esa nueva normalidad impuesta por un Gobierno que ha colonizado el Estado.
Sin embargo, para otros esa situación es una distopía porque supone la anulación de la naturaleza humana a través de una ingeniería social profunda y un control absoluto de las personas. En esa situación solo habría una verdad y una moral impuestas por el Estado, una forma de ser y pensar, de comportarse y de servir a la comunidad. Ciertamente la filosofía liberal y democrática dio buena cuenta de esas ideologías, pero quizá han llegado más al público las novelas que denunciaban las utopías negativas, esas distopías que proyectaban hacia el futuro realidades oscuras del presente. Esas historias no se relacionan con la economía, sino con la política, el alma humana y el uso de la tecnología.
El peligro del cuento perfecto
En la época contemporánea fue H. G. Wells el primero en denunciar ese peligro tras caer en el cuento del futuro perfecto en «Una utopía moderna» (1905), donde plantea un Gobierno mundial para imponer la justicia social y el bienestar. Ese sacrificio de la libertad a cambio de la seguridad material desapareció en «Los hombres dioses» (1923), en el que la utopía se convierte en distopía: ocio obligatorio, hedonismo, culto a la belleza, uniformidad impuesta, eugenesia para controlar la cantidad de población y que fuera saludable, sin pasiones, riesgos ni pluralismo. La ingeniería social había eliminado la libertad y, en consecuencia, cualquier expresión de la naturaleza humana.
Por aquellos días, otro de los primeros en denunciar la distopía a la que llevaba la búsqueda de la utopía fue el ruso Yevgeny Zamyatin en su novela «Nosotros» (1924). Fue encarcelado por el régimen zarista y después por los comunistas, en 1922, y dedicó la novela a alertar sobre el estatismo. En el libro aparece un Estado en manos de una autoridad a la que llama «Bienhechor», que proporciona trabajo y alimento a cambio de su libertad. Aquello era una inmensa cárcel, la imagen del estalinismo, y adelantó el telón de acero, ya que ese Estado estaba separado del resto por un muro. Uno de los lectores británicos de Zamyatin pensó ambientar su próxima novela en este libro. Era George Orwell, y empezó a darle vueltas a «1984».
Sin embargo, unos años antes, apareció «Un mundo feliz» (1932), de Aldous Huxley. En esta famosa obra el autor inglés describe una sociedad en la que el Gobierno-Estado ha hecho desaparecer la naturaleza humana: el instinto familiar, el arte, el amor, la religión, la libertad de conciencia y expresión. A cambio proporciona felicidad y bienestar. Esto se consigue a través de la tecnología reproductiva y el control de la emociones mediante el «soma». Ese término proviene del griego, que significa «cuerpo», pero también hace referencia a una sustancia alucinógena que en la India se tomaba en las ceremonias religiosas.
Antes de Orwell, el checo Karel Capek publicó «La guerra de las salamandras» (1936), en la que denunció la estupidez humana por su desprecio a la libertad y cuya consecuencia era el totalitarismo.Inventor del término «robot», tomado del checo «robota», que significa «trabajo», fue vetado por la Academia sueca para el Nobel y sus obras prohibidas en los países comunistas. El libro describe el avance del totalitarismo, representado en unas salamandras con una capacidad física e intelectual igual a la del hombre. La sociedad se mostraba indiferente mientras los totalitarios avanzaban, dinamitando la libertad y con ella la civilización. Capek captó la mentalidad derrotista del liberalismo y de la democracia de entreguerras frente al colectivismo, que acostumbró a los hombres a no tener libertad.
También antes que Orwell, la rusa Ayn Rand, ya emigrada, publicó «Vivir» (1938), también conocida por su segundo título: «Himno». La escritora sitúa la acción en una nueva normalidad llamada «Gran Renacimiento», cuando a la gente se le revela la «Gran Verdad»: la gente no es nada sin el Estado. El protagonista se llama «Igualdad 7-2521», quien acaba descubriendo la palabra prohibida en esa comunidad homogénea y colectivista, donde se castiga el individualismo, y que no es otra que «YO». La obra acaba bien. «Igualdad» encuentra a «Libertad 5-3000» y, como si fueran Adán y Eva, comienzan una sociedad nueva.
Sobre ese poso Orwell escribió «Rebelión en la granja» (1945) y «1984» (1949). Mientras en la primera describe una sociedad comunista de castas mucho peor que la situación que derriban a través de una revolución, la segunda expone la situación del individuo y su naturaleza en un Estado totalitario. La clave de la dictadura es la alteración de la Historia y del presente mediante el manejo de la verdad, del relato que dice ahora la izquierda. La verdad no es, sino que se hace, que escribió Derrida. Orwell descubre el comunismo: un sistema basado en la represión y la autocensura, en su consideración de religión única, y en la necesidad de contener y transformar al ser humano. Sus ideas y términos hacen de «1984» una de las novelas más influyentes: el ministerio de la Verdad, la neolengua, la policía del pensamiento, el Gran Hermano, y el lema del partido único: «La guerra es la paz, la libertad es la esclavitud, la ignorancia es la fuerza». La izquierda intenta reinterpretar «1984» como una novela contra el estalinismo, no contra el comunismo como fórmula totalitaria. Es tarde para eso.