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Vanessa Springora, víctima de Gabriel Matzneff: “La pedofilia en los setenta se asumía como una preferencia sexual y no como una enfermedad”

La escritora francesa desata un huracán en el país galo tras relatar los abusos sufridos por parte del otrora celebrado intelectual, en un libro que aparece ahora en España
JULIEN DE ROSAEFE
  • Periodista. Amante de muchas cosas. Experta oficial de ninguna. Admiradora tardía de Kiarostami y Rohmer. Hablo alto, llego tarde y escribo en La Razón

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Nunca estuvo el manual ético de los impulsos tan rebosante de dudas, tan repleto de interrogantes y cuestionamientos de urgente escucha, tan necesitado de una limpieza teórica como ahora. Nunca la aprobación sonó tan incómoda. ¿Existe una edad correcta para manifestar deseo? ¿La adolescencia es por definición un eximente del consentimiento? ¿Se debe asumir la pederastia como una enfermedad patológica o como la simple manifestación de una naturaleza violenta? En tiempos en los que, pese a lo anacrónico y alejado que pueda resultar, la literatura valía más que la moral, las licencias que un artista podía permitirse a la hora de tratar según qué temas, distaban mucho de las que en la actualidad se entenderían como aceptables.
Atendiendo a esta consideración no resulta extraño que en un programa de televisión de los años noventa, un autor de trayectoria celebrada y encumbrada por gran parte de la intelectualidad francesa como Gabriel Matzneff, gozara de la impunidad suficiente como para contestar de la siguiente manera a la pregunta cómplice formulada por el presentador Bernard Pivot sobre su especialización en colegialas y “niñitas”: “Prefiero tener en mi vida gente que todavía no se haya endurecido. Una niña muy joven es mucho más dulce y gentil, incluso cuando de repente se pone tan histérica y loca como lo será cuando sea más mayor”. En connivencia con los presentes, el autor de “Mis amores descompuestos” justifica verbalmente su obsesión por los menores, pero la sociedad no parece inmutarse demasiado.
La rémora cultural sobre la que se asentaban esos años, procedía de un periodo en apariencia liberado, guiado fielmente por aquel eslogan de mayo del 68 con una trampa conceptual tan golosa como la de “prohibido prohibir” y además, existía en términos generales, una gran confusión de pensamiento. Pero la adecuación contextual de unas prácticas asumidas como lógicas y hasta progresistas, no podía convertir un delito en deleite. ¿O sí? “La pedofilia –reconoce disgustada la escritora Vanessa Springora– se equiparaba entonces a la homosexualidad. Se asumía como una elección sexual personal en vez de definirla como lo que es, es decir, como una enfermedad mental”.
Han pasado treinta y cinco años desde que Gabriel Matzneff se convirtiera en el monstruoso arquitecto sentimental de la autora y es en este momento, cuando el mundo sigue andando desorientado por los desdibujados márgenes de la pulcritud ética, cuando Vanessa Springola decide alzar la voz a través del libro “El consentimiento” (Lumen) y denunciar públicamente los abusos cometidos por el autor durante la relación que mantuvieron cuando él tenía más de 50 años y ella apenas cumplía los 14.
Durante la rueda de Prensa virtual concedida con motivo de su publicación, Springora identifica en su maternidad, uno de los motivos principales de la escritura de esta historia: “He escrito este libro para mí. Es algo muy personal. Algo que yo llevaba en mi interior desde hacía más de treinta años. Todo lo que viví me alejó y desvió de la literatura. Durante mucho tiempo di la espalda a este mundo y también al universo de la edición. Pasaron los años, ocurrieron muchas cosas en mi vida, tuve un hijo… En el momento en el que me convertí en madre y mi hijo pasó a ser un adolescente, me vi proyectada en él. Me di cuenta de que lo que yo percibía como adulto a los 14 años, no era real. Porque yo no era adulta. Resulta increíble pensar en la facilidad que tiene cualquier figura de autoridad para seducir a un menor”, comenta.
Cuando Vanessa conoció a Matzneff, se enamoró como se enamoran los jóvenes, con la parte frontal y desnuda de los afectos. Como un animal hambriento y arrebatado, se quedó con la boca atascada en todas las cosas que al principio parecían buenas. Y si no lo eran, al menos en ese momento lo parecían. Aunque tuviera que apretar los dientes para que no se cayeran. “Nunca aceptaré que me separen de él. Prefiero morirme”, llegó a mascullar. Pero la muerte, al menos metafórica, de su propia estabilidad mental y de su felicidad, llegaron antes de lo esperado.
La escritora describe en el libro cómo su círculo de amigos y su entorno familiar se estrechan paulativamente desde que da comienzo su relación con el pedófilo y cómo el respaldo amistoso de aclamados autores como Emil Cioran, a quien Springora recurrió para trasladarle su hartazgo y su pena por la deriva escabrosa de su historia, termina dejando al descubierto la misoginia galopante de los genios descreídos: “Su papel es acompañarlo en el camino de la creación, y también doblegarse a sus caprichos. Sé que él la adora. Pero a menudo las mujeres no entienden lo que necesita un artista. ¿Sabe que la esposa de Tolstói se pasaba el día mecanografiando lo que su marido escribía a mano y corrigiendo incansablemente el más mínimo error con absoluta abnegación? El amor que la mujer de un artista debe dar a su amado tiene que ser sacrificado y oblativo”, le aconseja el creador de “Brevario de podredumbre” (Taurus) en un intento por reconducir las abnegaciones futuras de la joven.

Los ojos de un depredador

Uno de los primeros indicadores sobre los que con posterioridad reflexionaría Vanessa con un alarmismo que entonces no sintió, fue la mirada. “Una noche, mi madre me lleva a una cena a la que han invitado a varias personalidades del mundillo literario. Él está sentado a la mesa, en un ángulo de cuarenta y cinco grados respecto de mí. Su mirada no deja de espiar cada uno de mis gestos. Jamás un hombre me ha mirado así”, describe en uno de los pasajes iniciales. “Me pareció muy turbadora. Descubrí en los ojos de un adulto algo que se parecía al deseo pero que yo hasta ese momento no había sido capaz de identificar como tal. Creo que un adulto tiene que saber refrenar y controlar esos impulsos independientemente de que el chico o la chica en cuestión les genere atracción”, indica al respecto la escritora.
No hay sin embargo entre las páginas elocuentes y nada revanchistas de “El consentimiento” ápice de manifiesto panfletario: “No hay nada peor ni más destructivo en una vida que el silencio. A través de la palabra aprendemos a liberarnos y espero que esa sea la sensación que invada a las mujeres que se identifiquen con lo descrito en este libro”, asegura. La palabra que da nombre al libro, constituye otro de los puntos cardinales sobre los que se asienta el relato, porque a fin de cuentas, ¿qué lo determina? ¿qué lo justifica? ¿qué lo salva? Springora reflexiona sobre la ambigüedad del término: “Pese a la edad tan precoz que yo tenía en aquel entonces también tengo un grado de responsabilidad en todo esto. No solamente no oculté el hecho de que me enamoré sinceramente de este hombre, sino que al mismo tiempo quise cuestionarme la noción que tenía de esta palabra. El consentimiento es una palabra que permite atenuar la gravedad de los hechos en lo que respecta al agresor. Consentir es decir “sí”, pero para poder decir “sí” uno tiene que ser capaz de poder decir “no””.
Los hechos que se cuentan, esa historia de amor consentida y cancelada al mismo tiempo por la propia autora, son reales. Pero su estructura novelada, su carácter de narración literaria, la convierte en algo más que un testimonio. “Hay algo irónico en todo esto. Me sentía muy desgraciada al final de nuestra relación. Me daba cuenta de que el papel de objeto sexual o de objeto literario en el que me iba a convertir posteriormente, no me gustaba. Y precisamente los libros que él me había prohibido leer en los que narraba sus abusos a niños y niñas de países subdesarrollados son los que por otra parte a mí me permitieron liberarme”, reconoce Springora.
En 1974, Gabriel Matzneff irrumpió en el exclusivo redil de la provocación literaria con un ensayo escandaloso titulado “Los menores de 16 años” con el que promueve y describe, sirviéndose de sus propias experiencias, el abuso a niños. La fuente, por tanto, que nutre la producción literaria de un depredador sexual como Matzneff está compuesta por la descripción vanagloriada de las experiencias con todos esos cuerpos que han sido violentados, exprimidos y desposeídos de toda suerte de inocencia o autonomía. Imposible disociar en este caso la vida y la obra del autor, ya que una existe gracias a la otra: “Si una obra defiende un delito y se pueden asociar los hechos narrados a la persona que los escribe y además el mismo se reivindica como el autor de dicha obra, sea un libro, una película o cualquier tipo de creación, evidentemente debe ser, no censurada, pero sí cuestionada. Y la persona debe rendir cuentas de sus actos ante la ley. No se trata de cuestión de moralidad sino de legalidad”, afirma con rotundidad la escritora.
Springora sentencia sin enjuiciamiento: “Matzneff es alguien que escribe una obra autobiográfica, que se identifica como personaje protagonista principal, como autor. Relata actos pedófilos que ha cometido él mismo. Las películas de Polanski por ejemplo, no hacen apología de la violación. Ahora bien, si el señor Polanski ha cometido algún tipo de delito fuera de su obra, tendrá evidentemente que responder ante los tribunales. En el caso de Matzneff, las descripciones de sus escritos no son ficciones, sino delitos”.

Un padre ausente

La prolongada ausencia de la figura paterna, generó en la infancia de Vanessa Springora un poso de indudable pero aceptado dolor y condicionó su manera de relacionarse con el mundo de los adultos. En cierto modo, la no presencia del padre, empuja a la escritora a un apasionamiento desmedido por la literatura y por los libros. En “El consentimiento”, la autora asegura “algunos niños pasan los días en los árboles. Yo los paso entre libros. Ahogo así la pena inconsolable que me ha dejado el abandono de mi padre. La pasión ocupa toda mi imaginación. Leo desde muy pequeña novelas de las que apenas entiendo nada, excepto que el amor duele. ¿Por qué queremos que nos devoren tan temprano?”. La importancia de este acontecimiento es tal, que Springola reconoce sentir cierto sentimiento de culpa ante su reciente fallecimiento: “Me produjo un impacto enorme que mi padre muriera pocos días después de la publicación de mi libro. No conseguí averiguar si lo había leído o no. Me da miedo haber sido responsable de su muerte de una forma u otra. Puede haber sido una coincidencia terrible, pero en el libro la descripción que hago de él tampoco es muy positiva”, subraya.