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Friedlander: de los 60 de JFK a la América racial de Trump

La Fundación Mapfre dedica una retrospectiva de 350 imágenes sobre el gran maestro de la fotografía que muestra su evolución estilística y cómo ha cambiado Norteamérica
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Lee Friedlander recorría cientos de kilómetros para ver a sus idolatrados «jazzeros»: Ornette Coleman, Miles David, John Coltrane, Sarah Vaughan. Los adoraba. Los seguía y los retrataba. Prestaba sus instantáneas para ilustrar la portada de sus discos. Eran los sesenta, época dorada de la eclosión de los medios de comunicación: los libros, las revistas, la publicidad crecía por todas partes, invadía cada rincón. Aquella música sin partitura, hija de la improvisación y la genialidad, lo inspiraba y sus imágenes nacieron como esas melodías, libres, sincopadas de talento, sin la mordaza de partituras acordadas. Unas instantáneas que solo respondían ante su instinto.
Lee Friedlander desafió las reglas desde el principio. Rompió las normas acordadas de los encuadres, con el instante de Cartier-Bresson, con las lecciones que venían adscritas en las páginas de los libros, los manuales y las recomendaciones de las escuelas. Todo eso lo arrojó al trastero. Tomó una Leica de 35 mm. y, con el recuerdo de Walker Evans y Robert Frank en la memoria, salió a la calle. Sin que nadie lo esperara, aquel hombre de talla desmedida y gestos holgados, cambió la realidad con su mirada y también la percepción de los Estados Unidos. «La fotografía me permitía poner parte de mi mundo o del mundo sobre el papel con mis propias manos, no como una idea o una metáfora, sino en cierto sentido para conservar algo». Estilo y ruptura. La forja un artista. La cámara se convirtió enseguida en una extensión de sus brazos y el reflejo de tomar fotos, en un movimiento compulsivo de su inteligencia. Lo devoraba todo a través del objetivo: peatones, escaparates, anuncios, monumentos, paisajes. Su necesidad de aprehender lo que veía o se presentaba delante de él mismo resultaba casi omnívora, insaciable, desde los inicios y ese impulso todavía no ha cesado. Cuando recientemente lo operaron y lo trasladaron a una UCI, lo primero que hizo al despertar de la anestesia fue pedir una cámara para retratarse así mismo tendido en una camilla, con cables y con tubos. La cámara no es solo una forma de expresión, es también el sendero que él ha escogido para relacionarse con el exterior y entenderlo.
El «selfie», autorretrato lo denominaban antes, forma un género dentro de su obra y lo eleva a unos niveles técnicos impresionantes (existen poderosos ejemplos, como cuando se fotografía frente a un espejo, capta su sombra en el suelo o en un automóvil). Pero siempre lo hace con una cualidad única que salpica cada una de sus piezas: sus fotos están impregnadas de una sutil ironía. Una de sus características más sobresalientes, pero tampoco la única. «Con Friedlander hay un antes y un después en la fotografía. Enmarca de una manera completamente distinta a como se ha hecho en el pasado y con eso lo que va a generar es una mirada inédita, que jamás se había observado. Su fotografía produce cierta extrañeza por la forma que tiene de enmarcar. Todos estábamos muy acostumbrados a acercarnos a los planos de la realidad desde una óptica convencional, donde todo estaba muy construido preestablecido al milímetro. Pero él cambia eso. Esto puede apreciarse muy bien en la serie que tituló como «American Monument». Hasta que él irrumpió, el objeto principal estaba en el centro de la imagen. Es en lo que había que detenerse y fijarse. Pero él lo que hace es desplazar el punto de atención. Los monumentos por los que se interesa parecen ocultos en sus instantáneas. Están en segundo plano, como escondidos. De esa manera nos da una reflexión interesante de lo que significan y cómo se comprenden en el presente. Están ahí, pero tienes que buscarlos y al hacer eso obtienes una visión distinta», explica Carlos Gollonet, comisario de la retrospectiva que la Fundación Mapfre de Madrid dedica a este artista.
Una exposición que ha reunido 350 fotos que trazan un exhaustivo recorrido desde sus inicios, con las tomas que hace de televisiones en habitaciones interiores, de esos divertimentos donde juega con los espejos y los reflejos, donde puede reconocerse la huella que dejó en él el surrealismo, pasando por los hipnóticos paisajes y los desnudos. «Cartier-Bresson hablaba del instante preciso. Una imagen es distinta solo un segundo después y ya es imposible tomarla. Friedlander da una vuelta a esa argumentación. Se ve en sus retratos de ciudades. Cuando te detienes en ellos, te das cuenta de que ha subvertido esa idea fundacional. Si tardas más en capturar la imagen, para él, no pasa nada, lo esencial sigue estando ahí. Lo importante en Friedlander es la composición de la escena, que en su caso es perfecta. Una verdadera maravilla. Además, a través de ella, nos empuja a apreciar nuestro entorno como jamás lo habíamos hecho. Lo interesante, sin embargo, es que si cambias un solo elemento de ese puzle, todo se derrumba en la foto. Es un cambio fundamental en la fotografía que ha marcado su rumbo a lo largo del siglo XX y XXI», precisa Gollonet.
Esta muestra, que se abre el jueves para el público, es también un recorrido por un Estados Unidos distinto al que solemos reconocer en otros fotógrafos. La Norteamérica de Friedlander no es únicamente su territorio natalicio, sin también la cuna de su talento. Es cierto que viaja por Europa. Ahí están sus fotos de España, donde puede reconocerse el deneí de su poder creativo, la explosión de su genética artística, pero no es igual que cuando se hunde en geografías americanas. En estos trabajos afloran los motivos populares, los pueblos, los anuncios, los hitos que han conformado su pasado y cómo se entremezcla con una sociedad de consumo. Y todo adquiere una fuerza contagiosa. «Él es una persona bastante tímida -recuerda Gollonet, que lo conoce personalmente-, que en las entrevistas suele responder con monosílabos. Mantiene siempre un distanciamiento prudente, pero resulta afable después. Es un gran artista y es muy irónico en sus fotos. Posee ese toque de humor desde los sesenta, cuando se refleja como si fuera un tonto que pasara por allí. En la historia del arte, todos los artistas han proyectado una imagen más bella y positiva de sí mismos, pero él también quiebra esa tradición. Lo impresionante, y lo que se puede aprender de Friedlander es cómo se construye una imagen. Es lo esencial en él. Cuando se miran sus desnudos, no se ve una mujer desnuda, una madonna joven, sino cómo hay que encuadrar un desnudo, cómo hay que construirlo para que impacte en el público».
Para el visitante actual existe un punto en la evolución de Friedlander que sale a buscarlo y lo atrapa. En el recorrido por su obra afloran motivos que hoy son objeto de polémica y debate en Estados Unidos. Ahí están las estatuas que comienzan a derribarse y cuestionarse; esos homenajes a hombres ilustres que hoy empiezan a estar en entredicho. Está la América de la segregación racial, que alumbra desde sus primeros compases, cuando retrata a los músicos de jazz, pero que también se van entretejiendo con los paisajes urbanos. Y está, por supuesto, este mastodonte de la política que es Trump, este enorme colisionador de voluntades, que ha puesto a su país al borde de muchos colapsos (el sanitario, el de la convivencia...). Las imágenes de Friedlander parecen llamarnos la atención en cómo ha cambiado su país y cómo todo lo que hoy es discusión ya estaba con anterioridad en su país.