“Tribus”: las perversiones del lenguaje ★★✩✩✩
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Obra: Tribus. Autoría: Nina Raine. Versión: Jorge Muriel. Dirección: Julián Fuentes Reta. Intérpretes: Enric Benavent, Ángela Ibáñez, Ascen López, Jorge Muriel, Marcos Pereira y Laura Toledo.
Teatro Valle-Inclán. Desde el 6 de noviembre hasta el 27 de diciembre de 2020.
Para los que quedamos boquiabiertos con la hondura y riqueza dramáticas de Nina Raine en Consentimiento, no podía ser más sugestiva la idea de ver otra obra de la dramaturga británica en el Centro Dramático Nacional, y dirigida, además, por alguien que suele moverse con tanto acierto, como es Julián Fuentes Reta, por los vericuetos del teatro anglosajón contemporáneo. Pero el resultado, por desgracia, no ha cumplido con las expectativas.
Guille, un chaval que es sordo, ha sido educado para comunicarse con todo el mundo leyendo los labios, y prescindiendo de un lenguaje de signos que, según su familia, lo condenaría a comunicarse exclusivamente dentro de un grupo concreto y marginal. Cuando Guille conoce a una chica que se está quedando sorda, decide irse a vivir con ella y salir del entorno y las normas de su familia. En su lectura más profunda, Tribus propone una indagación muy pertinente en el sentido último y dual de cualquier forma de lenguaje. Un lenguaje que constituye la herramienta más extraordinaria de cuantas tiene a su alcance el ser humano para abrirse al mundo y empaparse del prójimo, y que, al mismo tiempo, se puede convertir en un peligroso factor excluyente que acaba por limitarnos y aislarnos dentro de un determinado grupo.
Sin embargo, ese propósito más… “intelectual”, por así decirlo, fracasa irremediablemente en la ficción argumental que ha de soportarlo. Son varios los lastres que arrastra la dramaturgia, o quizá la versión: en primer lugar, es muy forzada la manera de hacer estallar el conflicto dentro de la trama –quizá por eso se demora tanto ese estallido-; asimismo, es artificioso el tono general de melodrama familiar que rige la obra, tanto que a veces resulta desconcertante –no hay quien se crea, ni viene a cuento, por ejemplo, el controvertido trabajo que hace el personaje de Guille para la policía-; por último, el supuesto humor con el que se quiere suavizar ese melodrama, y que permitiría introducir oportunas variaciones para hacer la historia más digerible e incluso más verosímil, no llega a funcionar nunca sobre el escenario –y no ayudan demasiado, en este sentido, las interpretaciones-. Como consecuencia, el dramatismo no adquiere nunca la consistencia pretendida y el ritmo en todo el desarrollo es más bien monótono y fatigoso.
Lo que sí resulta digno de elogio, más allá de las limitaciones que impone la obra en sí misma, es la armonía artística que logra el director a la hora de integrar el trabajo de los dos actores con discapacidad auditiva en el conjunto de la propuesta. No creo que se haya logrado hasta la fecha hacer sin fisuras, como aquí, algo parecido.