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Con el octogenario Paul Verhoeven llegó el escándalo al Festival de Cannes

«Benedetta», su nueva cinta, es escatológica, sucia y de discurso espiritual atrevido; nada que ver con el filme de Matt Damon
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  • Sergi Sánchez

    Sergi Sánchez

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Una de las imágenes más potentes de «El cuarto hombre», uno de los mejores filmes de la etapa holandesa de Paul Verhoeven, era el sueño del escritor protagonista, que veía a su amante gay crucificado en una iglesia, con slips rojos, muy dispuesto a que se los quitaran. Los iconos de la religión sexualizados son abundantes en «Benedetta», película-escándalo que competía ayer en Cannes, y que promete levantar ampollas en confesionarios, parroquias y fiestas (católicas) de guardar. Irresistible, imposible mezcla entre «Los señores del acero», «Instinto básico», «Interior de un convento» y la obra de Jesús Franco, «Benedetta» articula un atrevido discurso sobre la espiritualidad como impostura imprescindible para sobrevivir en un mundo impío y cruel.
A los 82 años, y después del éxito de «El libro negro» y «Elle», Verhoeven está más desatado que nunca. En sus declaraciones insiste que la película se ha inspirado en el trabajo de una experta en el siglo XVII, Judith C. Brown, que cuenta con todo detalle el Kamasutra lésbico que practican Benedetta (desbordante Virginie Efira) y su amante novicia. Entonces, ¿la virgen-dildo que utilizan para darse placer no es una invención? Lo curioso es que la relación homosexual entre las protagonistas es lo de menos. Ahí está ese Jesucristo que, en las fantasías de nuestra heroína, es un espadachín que corta cabezas para salvar a su amada de las almas mezquinas. Ahí está la voz de Benedetta cuando habla poseída por Dios: parece la niña de «El exorcista». Ahí está la afición de Verhoeven por lo escatológico: las heces y flatulencias, las llagas purulentas. Es difícil imaginar una película más a contracorriente, sucia y terrenal que «Benedetta». Como si Verhoeven la organizara para contradecir lo que una de las monjas le dice a la protagonista cuando ingresa en el convento: «El cuerpo es nuestro peor enemigo».Tal vez el problema de Benedetta es ser el único personaje de la película que cree en algo. Pero nunca estaremos seguros de si cree en Dios, Jesús, la carne o en sí misma.
Como la Catherine Tramell de «Instinto básico», su inteligencia la convierte en una mujer ambigua en medio del oscurantismo de una sociedad conservadora. Verhoeven, que no es creyente pero siente fascinación por Jesús de Nazaret –suyo es un libro sobre su figura, que lleva años queriendo adaptar al cine–, la retrata como una revolucionaria que desmonta, a base de manipulaciones y visiones marianas, la hipocresía de la institución eclesiástica. ¿Es una santa? Probablemente. Pero una santa vengadora, una amazona vestida de blanco.
Al otro lado del charco, calma chicha. No hay argumento más universal para el cine americano que el de la redención. Así las cosas, «Stillwater», que se proyectaba fuera de concurso, cuenta la historia de Bill Baker (Matt Damon vestido con camisas de cuadros, acento cerrado de Oklahoma y los hombros cargados por el peso del mundo), que fue mal padre y mal marido, cuando, en una visita a su hija, encerrada en una cárcel de Marsella, encuentra la oportunidad de salvarla. Inspirada en el caso de Amanda Knox, Tom McCarthy («The Visitor», «Spotlight») escoge centrarse en el personaje de este fracasado que, intentará dar con pruebas de la inocencia de su hija mientras se enamora, calladamente, de una actriz francesa (¿).
En el guion de «Stillwater» está Thomas Bidégain, colaborador habitual de Jacques Audiard. Se nota su mano en el cuidado con que observa a este hombre sin atributos, que en Marsella aprovecha la ocasión para empezar a hacer lo correcto. A veces el esmero se confunde con morosidad y por desgracia McCarthy no da nervio emocional a las escenas cotidianas que aspiran a subrayar la humildad de este americano corriente (Matt Damon lloró durante la ovación del público en la gala). Un giro final a lo «Prisioneros» desmorona este estudio de personaje disfrazado de thriller, donde el investigador es un tipo, Damon, que fue alcohólico, que tiene permiso de armas y que trabaja en la construcción. Vaya, el modelo de fan de Trump, al que no pudo votar porque estaba en la cárcel. Tal vez el objetivo secreto del filme es explicar la redención de Bill desde un sesgo ideológico. Seguro que después de su vía crucis, votará a Biden.

LOS AMORES DE UNA MILLENIAL

Los lectores que hayan visto «Fleabag» podrán reconocer en las andanzas de este arquetipo de la generación ‘millenial’ el descaro, la fragilidad y el narcisismo cósmico del personaje creado por Phoebe Waller-Bridge. En clave nórdica, por supuesto: en «La peor persona del mundo», el noruego Joachim Trier ha sustituido los agresivos parlamentos a cámara de la actriz británica por una voz en off omnisciente un tanto errática, y la serialidad por una estructura capitular. Julie (estupenda Renate Reinsve) está un poco en las mismas que la protagonista de «Fleabag»: no sabe muy bien qué hacer con su vida, cambia de novio como de camisa, y pasea su vulnerabilidad familiar con notable dignidad. A veces Julie es la excusa para que Trier retrate con sarcasmo los usos y costumbres de la sociedad contemporánea –la ecofilia, el #metoo, la precariedad laboral– y se marque escenas que lindan con lo fantástico un tanto caprichosas. Sin embargo, cuando se centra de verdad en el personaje, que es sorprendentemente opaco, el resultado es magnífico. La secuencia en la que Julie flirtea con un chico en una boda en la que se ha colado es propia de la mejor comedia romántica, y el encuentro con su ex en un hospital no desentonaría en «Oslo, 31 de agosto», que sigue siendo la mejor película de Trier.