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Manolo, el hamaquero “sex symbol” que volvía locas a las suecas

Por su caseta han pasado numerosas «celebrities» aunque allí el famoso es él. Hablamos con el «acomodador» playero que lleva más de medio siglo trabajando en la playa de Las Canteras, en Canarias
la razon

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Ellos eran uno de los mayores atractivos del turismo patrio. Hombres de pelo en pecho, camisa desabrochada y pantalones cortos que con alegría y buena labia hacían las delicias de los extranjeros que comenzaban a llegar a raudales en los años 60. El hamaquero era una absoluta «celebrity» y sino que se lo digan a Manolo Santana que lleva más de medio siglo en la playa de Las Canteras y que ahora recuerda para LA RAZÓN cómo eran aquellos años dorados en los que su profesión consistía en mucho más que poner una hamaca a las suecas, noruegas e islandesas.
En la caseta número 4 de la playa de las Canteras, en Las Palmas de Gran Canaria, nos recibe este ilustre «acomodador». En el interior tiene fotografías de antaño, recuerdos de una vida a pie de playa e historias como para escribir un «best seller». Cuenta que tras haber trabajado en la fábrica de Ford, de mozo en el puerto «y de todo lo que fuera saliendo», en 1967 le surgió la posibilidad de aventurarse en el negocio de las hamacas, primero por cuenta ajena y desde 1982 en la suya propia.
«Empecé con 14 años. Se cobraba bien, fue el tío de mi abuela el que me metió en el negocio y sacaba unas 1.000 pesetas todas las semanas, las propinas eran muy buenas. Cuando conseguí instalar mi caseta fue un gran riesgo. Invertí unas 160 pesetas para comprar varias hamacas (entonces de madera), sombrillas y candados», rememora ahora a sus 74 años.
Habla con nostalgia de aquellos buenos tiempos en los que plantaba sus más de 200 tumbonas y todas se llenaban con facilidad. «Venía muchísima gente de fuera, era el momento de las suecas, que nos volvían locos con los bikinis. Yo me llevaba muy bien con ellas y eran muy agradecidas. Por ejemplo, si se iban a comer me pedían que les guardara su toalla o el reloj cuando se iban a bañar y luego me daban propinas de hasta 300 pesetas, era alucinante», dice.
Entonces, el precio por hamaca y toldo era de 15 pesetas por el día completo, 10 si solo querían tumbona. Ahora, las alquila a 2,50 euros mientras que otros apuran a lo máximo permitido que son los 3,50. «Es triste decirlo, pero el turismo de antes no es el de ahora, y no solo me refiero al problema de la pandemia que nos ha jodido bien a todos, sino porque aquellos años eran maravillosos, el ambiente, las ganas de descubrir mundo. Todos éramos muy felices e inocentes», asevera mientras reconoce que la edad también hace mella y que sus piernas no son las de antes. «Me cuesta caminar, me canso. He cogido a un chico, Eric, para que me ayude». Aun así él, todas las mañanas, al filo de las ocho acude a su puesto de Las Canteras para dejarlo listo. Por las tardes confía la labor a su empleado y él se queda descansando.
Santana es de esos hombres fuertes que por más reveses que le haya dado la vida, siempre trata de mostrarse optimista. Se le salta la sonrisa cada vez que recuerda anécdotas del pasado. «Soy el hamaquero en activo más antiguo de la playa, eso quiere decir que he vivido aquí muchas cosas», dice mientras habla de sus ligues con las extranjeras que, en muchas ocasiones, se desplazaban hasta Canarias con la intención de reencontrarse con él cada verano.

Las primeras citas

Rescata con especial cariño a Annica, una joven «que estaba completamente enamorada de mí». Lee la carta que aún custodia en su caseta: «Nuestra primera cita fue muy bonita. Yo vivía con mi padre y al cerrar el puesto me fui a casa para ponerme una camisa, a veces eran los amigos los que me dejaban una corbata si la cosa era más seria. Ella se hospedaba en el Hotel Imperial, muy cerca de mi vivienda. Antes de salir, comenzó a llover muchísimo. Se desató una gran tormenta. Yo dudaba si ir al encuentro, pero mi padre me dijo no podía fallar, que si ella me daba plantón, me volviera a casa y punto. Pero allí estaba Annica, esperando bajo la lluvia».
Para él, el idioma nunca fue una barrera, no hablaba inglés, y mucho menos sueco, pero con gestos se entendían. Es más, ellas le escribían sus notas de amor copiando palabras y frases del diccionario. Otra de las grandes conquistas que recuerda es la de Lena, también nórdica: «No podía entender el atractivo que yo provocaba, en la playa había tiarrones que se paseaban por delante de las hamacas ofreciendo entradas para las discotecas, pero luego las extranjeras parecía que les gustaban más los tipos como yo».
Eso sí, Santana también apunta a que entre sus conquistas no solo hubo «guiris». La madre de su hijo es canaria, por ejemplo. «Lo que es cierto que las mujeres de fuera estaban bastante más adelantadas en esto de ligar. Yo me ponía muy nervioso y creo que eso les hacía gracia. No se me olvidará una mujer francesa que parecía que como si Dalí la hubiera pintado para mí».
Para Manolo, cada verano era una aventura diferente, siempre digna de grabar a fuego y aunque él huye de identificarse como un «sex symbol», lo cierto es que la mayoría de las jóvenes, dice, le pedían fotografías e, incluso autógrafos.
Las cosas han cambiado mucho y no solo por él se haya hecho mayor, sino porque ese aire de inocencia y de novedad pasó. Es parte de la historia. En su puesto también ha dado cobijo a varios famosos, pero no de todos guarda buen recuerdo. Por ejemplo, rememora el «encontronazo» que tuvo con Kiko Ledgard, el primer presentador del «1,2,3», que se negaba a pagarle la tumbona «porque él decía que era famoso y había que invitarle». O cuando llegó Bibiana Fernández «y me decepcionó totalmente». También paso por allí John Travolta, aunque sus guardaespaldas no le pusieron las cosas fáciles.

Las primeras citas

Sin embargo, guarda con mucho más cariño a todos los ciudadanos anónimos que cada año venían a visitarle, personas de todo el mundo «que, además, me traían regalos. Este tipo de turistas ya casi no existe. Bueno, ahora es casi imposible que te dejen propina. Si en alguna ocasión te dejan 15 euros es un día grande», bromea.
Para más inri, la pandemia ha hecho que su negocio también merme: «Ha sido un fracaso, una época muy dura». En lo personal, asegura que ha pasado mucho miedo ya que como ha padecido algún revés en su salud, pensaba que si se contagiaba no lo contaría: «Por eso no salía ni de casa. Ahora ya estoy vacunado y más tranquilo, aunque de nuevo nos han puesto en verano el nivel cuatro de alerta sanitaria. Estamos fastidiados los que vivimos del turismo, en Las Palmas hay muchos hoteles que han cerrado y están en venta».
Este año solo ha sacado 43 hamacas «y para llenarlas es muy difícil». La mayoría de los turistas provienen de la Península, muy pocos europeos: «Si el fin de semana alquilo 20 tumbonas es ya un éxito. Antes de la pandemia desplegaba unas 130 y estaban siempre cogidas».
Pero Manolo no piensa en tirar la toalla. Eso nunca. Recuerda los consejos de su padre cuando asegura que lo importante de la vida es ser uno mismo y disfrutar con lo que hace. «Él sí que era un auténtico galán, no yo. Era un hombre impresionante. Por eso, ahora, cuando veo que otros compañeros de profesión han ido jubilándose, a mí me da miedo. Pienso que si me voy, esto se terminará». Y su rostro un tanto compungido se cambia en cuanto se mete en la caseta y los recuerdos de los buenos momentos le avivan la memoria: «Mira, también guardo los recortes de prensa en los que me han sacado. Nunca he entendido por qué tanto interés en mí, pero yo estoy muy agradecido a todos», sentencia antes de ponerse manos a la obra y comenzar a colocar las primeras hamacas del día.

Amores nórdicos a pie de playa

Quizá ésta sea una de las cartas (en la imagen de arriba) que Manolo guarda con más cariño. Está fechada en 1971 y la remitente es una de las turistas suecas que, además de enamorarse de las temperaturas cálidas de Canarias, también lo hizo del hamaquero más famoso de la zona.
Después de los intensos veranos, algunas de sus conquistas, como es el caso de la nórdica Annica, le escribía para mantener el contacto. «Ella me decía que no quería casarse con ningún sueco, que lo que más deseaba era venirse a vivir aquí para estar a mi lado», recuerda el septuagenario, que conserva también varias fotos de ellos juntos de cena en un restaurante o en la playa. Pese a que ella no hablaba inglés se esforzaba, diccionario en mano, para poder comunicarse. Él lo había como podía, «pero oye, nos entendíamos». «Cuando yo me muera, tan solo pido que dejen una flor en mi caseta como recuerdo a todo lo que aquí he vivido», dice.

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