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Las 23 puñaladas a Julio César que cambiaron la Historia

En calidad de hijo adoptivo de César, el futuro emperador Augusto se cobraría la venganza contra los 19 asesinos de los idus de marzo; no solo con Bruto y Casio, sino con todos y cada uno de los artífices

Julio Cesar (Museo de Historia del Arte, Vienna, Austria)
Escultura de Julio Cesar que se conserva en el Museo de Historia del Arte de VienalarazonAndrew Bossi

«Marco Bruto apuñaló a César en el muslo y recibió una herida en la mano. Cuando César lo vio gritó en griego “Kai su tecnon” una línea que en las próximas décadas, siglos y milenios se interpretaría de diversas formas, desde “incluso tú, hijo mío” hasta “que te den” o “nos vemos en el infierno”. Con todo, César trató de escapar, pero, cegado por la sangre tropezó y cayó; las últimas puñaladas las recibió mientras yacía muerto en los escalones inferiores...». Así fue el asesinato de César según lo describe Peter Stothard en un libro recién llegado a nuestras librerías, «El último asesino. La caza de los hombres que mataron a Julio César» (Ático de los libros).

El comienzo del mes de marzo del año 44 a.C. fue sumamente agitado para el dictador Julio César: debía ausentarse durante mucho tiempo y tuvo que adoptar decenas de medidas para la Gobernación de Romay el sostenimiento de un formidable ejército de más de ochenta mil hombres con los que se proponía aplastar a los partos (noreste de Irán) en una campaña prevista para tres años. Tres días antes de la partida, la mañana de los «idus de marzo» (15 de marzo), desafiando el frío aun invernal, una ligera enfermedad y los nefastos presagios y vaticinios que le amenazaban en aquella fecha, se dirigió al Teatro de Pompeyo donde se reuniría el Senado para adoptar las últimas disposiciones.

Según las fuentes clásicas –que son las que ha utilizado Stothard, con maestría, gran conocimiento de la historia de Roma y plausibles dosis de fantasía reconstructiva– César era admirado, pero no querido. Patricios y caballeros, de profundas convicciones republicanas, le odiaban por su autoritarismo e incluso por sus gestos apaciguadores (a muchos les había perdonado la vida). El proletariado no se sentía beneficiado por él y se inflamaba ante los rumores esparcidos por sus enemigos: su presunta pretensión de proclamarse rey (figura odiada desde la proclamación de la República el 509 a.C), sus relaciones con Cleopatra, cuyo lujo y costumbre exóticas encandilaban a la plebe, enfureciendo a los más puritanos; sus riquezas y las que amontonaría en la nueva campaña... Sus enemigos aseguraban que cuando regresara victorioso, cargado de tesoros y rodeado de millares de veteranos que esperaban un nuevo reparto de tierras, ceñiría la corona. Debían eliminarle antes del 18 de marzo, en que se reuniría con su ejército y sería inalcanzable.

Los conspiradores –cuyo número fue de 19 o, se ha dicho, hasta 80– suponían que, tras el magnicidio, serían aclamados como lo fueran los tiranicidas atenienses Harmodio y Aristogitón, cinco siglos antes. La conspiración debía de conocerla toda Roma, pero, en un gesto muy suyo, César despreció las posibles advertencias y se encontró solo en el momento crítico. Sea como fuere acudió al Senado sin escolta y desarmado.

Según Stothard, cuando César entró, «Tilio Cimbro, fingiendo pedir clemencia para su hermano en el exilio, tiró de la banda púrpura de la toga de César para dejar su hombro al descubierto, de modo que uno de los hermanos Casca pudiera infligirle la primera puñalada, quizás la única que resultó fatal. “¡Qué clase de violencia es esta!”, gritó César. Con rapidez, Bucoliano se le acercó por la espalda y Cayo Casio desde el frente, ambos sacando ya los puñales ocultos bajo la tela que les cubría el brazo izquierdo. César empujó a Casca hacia atrás: “Casca, villano, ¿Qué estás haciendo?” (...) Casca –al que César, según otros autores, hirió en un brazo con el estilo (para escribir) que llevaba a mano– gritó en griego pidiendo ayuda. En algún otro punto en medio de los hombres que se apiñaban clavando sus puñales en la carne de César, o hiriéndose entre sí, estaba Casio de Parma». Este Casio de Parma, pariente del Cayo Casio famoso, es el protagonista de «El último asesino» y sirve al autor como guía del relato.

Años de venganza y ambición

El asesinato de César culmina la primera parte del libro, apenas la cuarta parte, para iniciar lo más novedoso, los catorce años siguientes, en los que los partidarios del dictador identificaron a los principales conjurados y los eliminaron uno a uno en lo que no solo fue una venganza, sino una guerra civil que derivó en una lucha por el poder absoluto.

Marco Antonio, cónsul y amigo de César, tan bravo como indeciso, reaccionó lentamente, pero, al final, tomó el control de una Roma sobrecogida por la tragedia. No le costó mucho porque los conjurados, que no habían sido aclamados como libertadores, nada habían previsto para alzarse con el poder y, temiendo a Antonio y a Octaviano, sobrino/nieto e hijo adoptivo de César, huyeron esperando que se calmaran los ánimos. Al abrirse el testamento de César se encontró que repartía su inmensa fortuna entre los 150.000 proletarios de Roma, alcanzándole a cada uno 300 sestercios lo que le dio una popularidad superior a la que había gozado en vida. Antonio lo aprovechó para elevar su prestigio y poder con un funeral espectacular en el Foro. Pronunció el elogio fúnebre ante el cadáver de César y, al llegar al relato del magnicidio, agitó teatralmente la ensangrentada toga y, sobre un maniquí de cera, mostró las 23 puñaladas que le habían dado. Luego, por deseo de la plebe conmovida, se realizó la cremación del cadáver, con cuanto material combustible se pudo hallar.

El epílogo de aquel turbulento ocaso republicano lo escribieron los sucesores de César: Marco Antonio, Lépido y, sobre todo, su sobrino/nieto, Octaviano, el heredero político. Uno a uno fueron cayendo los 19 asesinos: Trebonio fue el primero, seguido por Aquila, Basilo, Ligario, Galba, Decimo Junio Bruto, Casca, Cimbro, Labeon... El triunvirato Antonio, Lepido y Octaviano, superaron diferencias y aunaron voluntades para constituir el Segundo Triunvirato y lanzarse sobre Marco Junio Bruto y Cayo Casio, que se habían in hecho fuertes en Macedonia y Siria, esquilmándolas con impuestas. En la llanura macedónica de Filipos les alcanzaron Octavio y Marco Antonio: trabándose una formidable batalla en la que intervinieron más de doscientos mil hombres y se desarrolló en dos jornadas, el 3 y el 23 de octubre del 42 a.C. En la primera, Antonio diezmó el ala de Casio que, creyendo perdida su causa, se suicidó; en la segunda, Bruto, que había puesto en muchos apuros a Octaviano, fue finalmente batido y se supone que se suicidó al caer el día. Más tarde fue vencido y muerto Sexto Pompeyo, que con una gran flota se había convertido más en un pirata que en un defensor de la República; luego, Décimo Turulio y, finalmente, Casio de Parma, que combatió como competente jefe naval en las guerras que sucedieron al magnicidio; abandonó las arma tras hasta la batalla de Accio, en el 31 a.C. Según Stothard, se refugió en Atenas, donde se dedicó a la literatura, su gran pasión, hasta que le asesinó Quinto Atio Varo, un sicario pagado por Mecenas al servicio de Octaviano. Fue el último superviviente de los 19 que empuñaron el puñal en los idus de marzo y fueron identificados.

En aquellos años de persecución, guerra civil y ambiciones por el poder resultó evidente que la República se estaba pudriendo. Octaviano terminó pronto con Lépido y con Marco Antonio, que pudo ser el emperador de Oriente; para su desgracia, cayó en las redes de Cleopatra y, junto a ella, fue batido el 31 a.C. Accio, muriendo poco después en Alejandría. Octavio, que desde el 43 a. C. ostentaba el imperium, sumó a ese título militar el de princeps, con el que combatió a Antonio y, a partir del 30 a.C., unió a esas dignidades y poderes el de tribuno, que ya nunca dejaría aunque, formalmente, lo renovase cada año. Con ese bagaje, aunque formalmente siguiera respetando las instituciones republicanas, las fue vaciando paulatinamente de contenido, iniciando el Imperio.