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Christina Lamb: “La protección de los derechos de las mujeres queda fuera de todo relativismo cultural”

La periodista, corresponsal de guerra en Afganistán o Siria y coautora de “Yo soy Malala”, presenta ahora “Nuestros cuerpos, sus batallas”, sobre la situación de la mujer en los conflictos armados
PRINCIPAL DE LOS LIBROS
La Razón
  • Matías G. Rebolledo

    Matías G. Rebolledo

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Hay realidades, por aquello del kilómetro sentimental, que siempre nos serán ajenas. Presenciar una agresión verbal, por leve que sea, siempre nos generará un mayor impacto como ciudadanos que ver la más terrible de las tragedias a través de una pantalla, a océanos de distancia. Es parte de la condición humana. O al menos parte de su concepción menos complicada. De ella siempre ha intentado escapar, por la vía de la catarsis presencial, la periodista y escritora Christina Lamb (Reino Unido, 1965). Después de escribir, junto a la pequeña Premio Nobel, “Yo soy Malala”, la autora regresa con “Nuestros cuerpos, sus batallas” (Principal de los libros), una recopilación de historias orales, en su mayoría terribles, sobre la situación de la mujer en los conflictos armados que ha cubierto para “The Sunday Times”.
Lamb, de visita en España hace una semanas, habló con LA RAZÓN sobre la crudeza de su nuevo libro, las historias reales que encierra (con muchas mujeres todavía en persecución por lo que cuentan) y sobre los viejos debates del relativismo, esos que, obviando a veces los derechos humanos quieren establecer marcos teóricos según la idiosincrasia del país. Con la capa y espada de la “salvadora blanca” hace años, aunque criticada a veces en su país de origen por su posicionamiento feminista, Christina Lamb ha hecho un retrato periodístico del machismo más extremo en el mundo contemporáneo. A pesar de su dureza, y de las tragedias que encierran sus páginas, “Nuestros cuerpos, sus batallas” es un libro imprescindible para entender cómo funcionan las guerras y cómo, sistemáticamente, las mujeres son siempre quienes más tienen que perder en ellas.
-¿Cómo y cuándo le empezó a dar forma a su libro?
-Hace años que venía dándole vueltas al concepto, por mi profesión como periodista y por lo que he visto en el mundo, pero nunca lo había concretado. Básicamente, lo que motiva este libro es la rabia que me daba ver cómo había ido evolucionando la situación de la mujer en los conflictos, las continuas violaciones de los derechos humanos a las que están expuestas las mujeres en el mundo. Toda esa violencia. Quizá el punto de inflexión fue el secuestro de las niñas por parte de Boko Haram en Nigeria y todo el huracán de reacciones que provocó. Escuchaba las historias, leía las historias de violaciones terribles…
-¿Y por dónde empieza uno a escribir algo tan crudo?
-No mucho después estalló la crisis de refugiados sirios en Europa, y entonces volví a caer en ello. Estando en el terreno pude hablar con la gente, y pude ver que aquello era distinto, que la situación humanitaria iba más allá de la pobreza o la formación de los refugiados. Era una guerra total. Después de eso, conocí a muchas mujeres “yazidi”, en Afganistán, que en realidad no sabían muy bien lo que estaba ocurriendo a su alrededor. Venían de las islas griegas, de cruzar el Mediterráneo en botes precarios. Me contaron historias aterradoras de cómo era ser vendida, abusada y violada por los talibanes. Se convirtieron en esclavas sexuales. Ahí fue cuando el libro comenzó a tener sentido.
-Tenemos estudios de guerra, y también de refugiados, pero muy pocas obras “comerciales” sobre la barbarie ejercida contra la mujer...
-En 2015 hablé con las mujeres rohingya, sobre cómo estaban viviendo la situación de exclusión racial y cultural. Todas tenían historias terribles. Me daba mucha rabia, y la iba acumulando. La única forma que tenía de desahogarme de eso era intentar buscarle una explicación, informarme sobre el tema. Y cuando lo hice, vi que todo lo que estaba escrito era en clave de “paper”, de información cuantitativa y no cualitativa. Todo era demasiado académico, poco humano. Es como si estuvieran borrando de la historia la parte humana.
-El libro se publicó en Reino Unido justo antes de que explotara la situación en Afganistán, pero usted acaba de volver ahora de allí.
-Volví de Kabul la semana pasada* y la situación te parte el corazón. Ver a los talibanes por todas partes, con las mujeres privadas hasta de lo más obvio. Y todas mis amigas en el país lo habían abandonado o estaban escondidas en algún lugar remoto. Todos los días me llegaban mensajes de Whatsapp desesperados de amigas buscando un salvoconducto en embajadas como la británica. Es tristísimo que muchas mujeres crecieran estos veinte años educándose para ser doctoras o policías y que ahora tengan que lidiar con esto. Es muy cruel. Es muy injusto.
-En su libro habla de los casos más extremos, pero no obvia tampoco lo coyuntural en Occidente. ¿Cómo un movimiento de la élite de Hollywood como el #MeToo se convirtió en algo tan real, capaz de sacar a la gente a la calle y de exponer la cultura de la violación?
-La idea del libro nace bastante antes de la explosión del #MeToo, con el caso Weinstein, pero es una pulsión que yo creo siempre estuvo ahí. No creo que haya consecuencias negativas, porque se ha creado un clima de atención sobre el abuso a las mujeres que antes no existía. Ya no es una tontería o un “ya se te pasará”, ahora es un cuestionamiento de esa cultura del silencio. Ahora existe una concienciación mayor sobre la violencia doméstica o la violación. O eso quiero creer. En Reino Unido, por ejemplo, menos del 3% de las denuncias de violación llegan a los tribunales. Lo cual es un impacto tremendo para mí, pero es una inmensidad comparado con lo que he visto en la República del Congo. Cada país debe avanzar de una manera distinta, pero la protección de los derechos de las mujeres queda fuera de todo relativismo cultural. Espero que movimientos como el #MeToo sigan ayudando a avanzar a las mujeres en el mundo.
-En ese debate siempre abierto y candente de los feminismos, no unívocos, también se habla de los derechos de las mujeres trans. Y eso no está apenas en su libro.
-Creo que hablamos de problemáticas diferentes, en cada caso. Mi libro lidia con las situaciones más extremas, y no digo más graves, pero sobre todo en situaciones de conflicto armado. Un problema es el de las mujeres trans, enfrentadas a la salud sexual, mental o a la discriminación, y lo otro son incluso crímenes de guerra. En uno hay asuntos debatibles y el otro se cuestiona la Convención de Ginebra. Todos los países de Naciones Unidas ya están de acuerdo respecto a un tema, pero ni la mitad están debatiendo el otro. Entonces también se trata de dos velocidades distintas a la hora de proteger derechos.
-¿Cómo se puede mejorar esa situación, o ayudar, sin caer en el dilema del “salvador blanco”?
-No debería generar controversia. Ayudar es ayudar, siempre. En ningún país está bien visto o es tolerado violar mujeres. Quien lo hace, saber qué hace. Y eso debe perseguirse siempre, para ayudar a las mujeres de esa zona en concreto a tener una vida lo más decente y poco peligrosa posible. Que ocurra no significa que se aceptable. Para empezar, podríamos sentar cátedra desde estamentos como el Tribunal Internacional de Justicia, que en 20 años no ha condenado a una sola persona por crímenes de violencia sexual. Parece que si no matas, no estás haciendo daño. Y luego, dentro de los países, también se podría aumentar el número de juezas y fiscales, para que la justicia sea un poco más paritaria.
-¿Cuál cree que es el problema más inmediato?
-Si te violan en España o en Reino Unido puedes ir al médico para ser examinada, y hay ciertos protocolos a cumplir, pero en países no desarrollados eso no existe. Y no estamos hablando de alta tecnología, solo de falta de personal especializado. O problemas como el SIDA, que solo se enfocan desde lo sexual y no desde el feminismo de mujeres que ni siquiera pueden decir que lo tienen por miedo a quedarse solteras para siempre. Hay mil problemas que solucionar antes de llegar a los extremos.
-¿Estamos realmente mejor que hace 20 años o solo a una revolución como la de Afganistán de volver atrás en cuanto a derechos adquiridos?
-Creo que la prueba no puede ser más obvia. Sí, quizá en Europa tenemos mejores mecanismos democráticos de prevención. Sí, quizá nuestras mujeres están más concienciadas de las actitudes que desembocan en ello, pero nadie está a salvo de sufrir una regresión en cuanto a la protección de derechos humanos. No estoy segura de cuánto hemos mejorado. En Afganistán también hay que tener en cuenta la corrupción sistémica y la pasividad de la población masculina respecto a ello, pero es una especie de llamada de atención a cómo de rápido puede cambiar la situación social de un país. Las historias de este libro no son mías, yo solo soy una manera de ponerlos ahí fuera. Para mí lo importante es el concepto de justicia. Pero no el de conseguir una condena para tu violador, si no la de vivir en una sociedad en la que nadie, injustamente, se crea con el derecho de violarme.
*La entrevista tuvo lugar a finales de septiembre.