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Los soldados españoles no se rinden ni ante Napoleón Bonaparte

En «El soldado español, una visión de España a través de sus combatientes», Fernando Martínez Láinez deconstruye el militarismo en España y lo explica a través de la Guerra de Independencia

El célebre cuadro «Dos de mayo», de Joaquín Sorolla, sobre la Guerra de Independencia
El célebre cuadro «Dos de mayo», de Joaquín Sorolla, sobre la Guerra de IndependenciaLa Razón

Un embajador preguntó a Fernando el Católico: «¿Cómo es posible que un pueblo tan belicoso como el español haya sido siempre conquistado, del todo o en parte por pueblos diversos?». A lo que el rey respondió :«La nación es bastante apta para las armas, pero desordenada, de forma que sólo quien supiera mantenerla unida podría hacer grandes cosas con ella». Tan autorizada opinión de comienzos del siglo XVI, que bien podría aplicarse a la España actual, nos la brinda un nuevo libro del periodista Fernando Martínez Laínez en «El soldado español, una visión de España a través de sus combatientes» (Arzalia, Madrid, 2021) con el que este reconocido especialista, pretende «compartir la ilusión de que las hazañas de nuestro pasado servirán algún día para crearnos un futuro mejor, trazando una visión coherente de nuestro lugar en el mundo y de nuestra historia, alejando la tentadora y fatalista imagen de que somos un país en decrepitud irremediable», según escribe.

Por tanto, es una historia de España contada desde el punto de vista militar que, de inmediato, aborda la presencia de cartagineses y romanos enfrentados en una guerra de titanes en la que las tribus celtibéricas tomaron parte como enemigos o aliados de unos u otros o como tropas mercenarias de ambos bandos. Y así va desgranando la historia de dominaciones sucesivas, participación autóctona en uno u otro sentido, organización, armamento, contiendas, hechos singulares, personajes (no podía faltar el Cid), sin olvidar la marina militar y las intervenciones exteriores como las de los almogávares que amedrentaron a cuantos se les opusieron en Sicilia o Bizancio al grito de «Desperta ferro». Y, paso a paso, alcanza al gran momento de los Tercios.

La guerra de Independencia

No vamos a resumir la obra de Martínez Laínez, porque ahí está el libro de prosa fluida y, a veces, emocionante y nos detendremos sólo en la Guerra de la Independencia «muestra clara de la paradoja del desventurado rumbo de España», según el autor, que añade: «La única nación que se batió sin descanso durante seis largos años contra la Francia napoleónica, un pueblo que luchó prácticamente desarmado contra el ejército francés y se tiró al monte para combatir en partidas, era traicionado por unos reyes nefastos».

España estaba ocupada y sin gobierno y los franceses dominaban plazas y rutas estratégicas cuando, el 2 de mayo de 1808, Madrid se echó a la calle al grito «¡Qué nos lo llevan!» cuando iba a ser enviado a Francia el infante Francisco de Paula, último Borbón en Palacio. Las noticias de las luchas callejeras y la represión de los alzados se difundieron de inmediato y, en Móstoles, un alcalde arrojado proclamó: «La patria está en peligro. La llama de la sublevación contra la traidora invasión y los designios napoleónicos de imponer como rey a su hermano, José, se convirtió en un incendio nacional».

El ejército real era pequeño, 130.000 soldados, incluyendo a oficiales y suboficiales, los mejor adiestrados y armados se hallaban lejos: 13.500 con el Marqués de La Romana en Dinamarca y 25.000 en Portugal, reclamados de acuerdo con lo suscrito por Godoy en Fontainebleau, en 1807, combatiendo junto a los franceses. Pero el ejército de Dupont fue batido en Bailén por las tropas de Castaño. Una afortunada victoria que recorrió no sólo la península, sino Europa entera y cuyas consecuencias fueron negativas: muchos militares se creyeron capacitados para vencer a los generales franceses y, soberbios, no llegaron a un acuerdo para organizar un mando único y adoptar un plan coherente de actuación; al tiempo, sobrevaloraron la capacidad de las tropas, inferiores a las francesas en adiestramiento, armamento, disciplina y mando… y sucedió que todos aquellos generales fueron batidos y humillados y sus tropas, arrolladas por la superioridad de los imperiales.

Y para despejar dudas y disuadir resistencias numantinas o la belicosidad de las milicias provinciales como las catalanas que en el Bruch batieron a la columna de Schwartz, Napoleón se presentó en la Península con 250.000 hombres, que unidos a los que ya estaban aquí sumaban un ejército de 400.000 soldados. Parecía el final. Casi no quedaba ejército y las tropas británicas de Moore se retiraron a marchas forzadas hacia Galicia, mientras que los portugueses y los británicos se fortificaban en torno a Lisboa y en España los restos del ejército y lo que quedaba del Gobierno y las Cortes se refugiaban en Cádiz.

La reflexión de la resistencia

Aun así, los vapuleados ejércitos se negaron a desaparecer y siguieron combatiendo organizados en unidades regulares cuando pudieron o unidos a las guerrillas que surgieron por doquier. Albert Roca, oficial francés, comentaba en sus Memorias: «Ningún español se avenía a confesar que España estuviera vencida y ese sentimiento, que estaba en el alma de todos, eran el que hacía invencible a la Nación, a pesar de tantas pérdidas y de las derrotas frecuentes de sus ejércitos». Uno de los argumentos para mantener la esperanza y seguir combatiendo fue la actuación de medio centenar de partidas de guerrilleros acaudillados por personajes salidos de todos los ámbitos sociales: campesinos (Juan Martín el Empecinado, Francisco Espoz y Mina, Francisco Abad, «Chaleco»), artesanos (Francisco de Longa) universitarios (Javier Martín Mina «El Mozo», Ramón de Santillán), eclesiásticos (Jerónimo Merino, «el cura Merino», José Muñoz , «El cura de Ríogordo»), médicos (Juan Palarea, «el médico»), militares (Julián Sánchez, «el charro») y administrativos (Juan López del Campillo).

En su apogeo, los guerrilleros no superaron los 50.000, pero tan escuetos efectivos se multiplicaron en la acción, en varias facetas: en las zonas campesinas, que constituían la mayor parte de España, se convirtieron en autoridades políticas y sostuvieron la resistencia levantando la moral y disuadiendo el colaboracionismo. El general Hugo, padre del famoso escritor Víctor Hugo, escribía: «España se alzaba toda para rechazar aislada la dominación extranjera defendiéndose hombre a hombre y pie a pie (…) Los aldeanos daban falsas noticias cuando no tenían tiempo de huir (…) Y lo más frecuente era encontrar las aldeas desiertas y hubo ocasión en que se anduvo ocho días seguidos sin haber visto a nadie. Antes de escaparse destruían lo que no podían llevarse consigo; no se hallaba pan ni carne; y, consumida la galleta, las tropas se morían de hambre».

Respecto a su valor militar baste la apreciación del general Bigarre: «Las guerrillas han causado más pérdidas a los ejércitos franceses que todas las tropas regulares durante la guerra de España: está probado que nos asesinaron cien hombres al día. Así, durante el período de cinco años han muerto más de 180.000 franceses sin perder por su parte más de 25.000».

Un libro que suscita reflexiones, como la del autor al cerrar su prólogo: «Todos somos herederos de lo que ellos hicieron o dejaron de hacer, y en ese escenario contradictorio, áspero y terrible que totaliza nuestra herencia histórica, la auténtica memoria común, el recuerdo del soldado español como arquetipo de nuestra propia continuidad como pueblo, seguirá siendo una pieza esencial de lo que fuimos y somos mientras España y lo que llamamos patria existan».