Cristino de Vera: “La finalidad del arte es aprender a morir”
El pintor del silencio y la placidez de la luz mortuoria cumple hoy 90 años
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«La finalidad del arte, por su aproximación terrible y contradictoria a la belleza, es aprender a morir. Si esto lo tenía claro desde muy joven, imagínate ahora», dice Cristino de Vera (Tenerife, 1931), que hoy cumple 90 años de edad. «Dios, o como se llame, es el silencio que emana de los espacios naturales, esa luz que solo se escucha cuando nos desprendemos de nuestro ego», agrega este artista unigénere y casi monacal, espiritualista irredento que, entre calaveras amables y geometrías granuladas, como nichos dibujados en la frontera exacta entre el más allá y el más acá, lleva décadas desdramatizando la vida interior de la muerte.
«El infinito está en nuestro interior, y por eso busco siempre que la luz surja del propio cuadro», expresa. «¿Celebrar el cumpleaños? Qué va, hermano. A estas alturas ya no hay ánimos para celebraciones. Apagar ahora tantas velas sería como invitar a la hermana muerte por adelantado», comenta lúcido y risueño, con la jovialidad de un niño senil, mientras deja entrever una erudición y memoria prodigiosas sobre los achaques, desde una severa anemia a la pérdida del ojo izquierdo por un glaucoma. «Bueno, lo celebraría si pudiera hacer un convite con unos quince o veinte años menos, pero eso no se vende en ninguna parte, y saberlo debería bastarnos para ser más humildes», manifiesta, mientras admite que, al menos, ahora cuenta con más tiempo para una práctica predilecta durante décadas: colocarse unos cascos de oír música sin sonido alguno para escuchar el silencio. «La longevidad está sobrevalorada, no es ningún privilegio», dice sin resquemor alguno, como si, con todo, se sintiera doblemente agradecido con la vida; por haber podido realizar su vocación y por haberlo hecho sin atisbo de vanagloria. «Todos somos espirituales, pero a muchos les pierde la codicia y la envidia, aunque confío en que la pandemia les haga meditar», expresa, consciente, con Dante, de que si el Infierno existe, allí solo arden los egos.
«Mi padre me enseñó que lo prioritario en esta vida es la bondad. Él era un hombre muy bueno que se ganaba la vida como representante de fármacos, y le habría gustado que estudiase Medicina, y yo le respondía: “Pero, papá, si no he elegido la pintura: es ella quien me ha elegido a mí, y no puedo faltarle”. Entonces asentía y disfrutaba llevándome al Museo del Prado para conocer mi futuro. Mi padre era muy bueno, y yo no podía no pintar, porque todos tenemos un destino… ¿Tú me entiendes, hermano?». Hombre prístino de veras, habla locuaz y en rizoma, como las raíces de muchos endemismos canarios, y para tomarse un respiro, va jalonando las frases, con afecto cómplice: «¿Tú me entiendes, verdad, hermano?».
Y se refiere, como fuente de inspiración, al cielo estrellado de Segovia, «que he intentado ver como lo vieron San Juan de la Cruz y María Zambrano», y de su devoción por Tagore, Gandhi o Buda, en quien «he buscado aprender a ahuyentar el dolor». Dice compartir con Einstein su «fe relativa en el panteísmo de Spinoza», y que supo con Kant de «la necesidad de la bondad universal», y que «el sueño profundo es el hermano gemelo de la muerte». Mientras los cita, Cristino de Vera parece estar entreviéndolos desfilar, en plena levitación, por el pasillo de su casa madrileña de Chamberí.
Un artista «extemporáneo»
Al igual que en sus cuadros, llega a conclusiones trascendentes desde la máxima inmanencia y levedad, con sencillez franciscana, mientras les acompañan ahora también, según los va nombrando, como si fueran más hermanos suyos, Juan Sebastián Bach y su adorada suite «Aire»; El Greco y su verticalidad flamígera; y Fray Angelico, con ese esencial magisterio de «azules y grises plateados»… En realidad, se aprovecha de que la crítica elogie su condición de artista «extemporáneo» para sentirse coetáneo de todas las épocas: «Seguimos en Altamira, con la misma necesidad de conjurar tantos miedos como los que ellos sentían por los bisontes», expresa. Confiesa que nada le resultó tan determinante en su formación como contemplar la playa de la Tejita, con su totémica Montaña Roja –en Granadilla, en el sudeste de Tenerife, donde nació su madre–, al contraste con las posteriores visitas al desierto de Luxor, en Egipto. «Todos deberíamos visitar los desiertos, ahí está todo y nada, el espejo de lo que somos y seremos», asevera.
«¿Y qué es eso de que somos creadores, los artistas ni nadie? Todos somos criaturas, nada más, fruto de la química y la física de cada padre y madre. Basta un rato en el desierto, o en una playa desierta o junto a un río, para comprender lo ínfimo que resulta el ego. Deberían enseñarnos a erradicar la vanidad, esa terrible lacra que tantos estragos ocasiona en el arte actual», advierte. «Siempre he sabido que solo soy un mandado de mi propia existencia, y, por eso, siempre he intentado pintar lo más lejos posible de mi propio yo… Pero no lo olvides: si alguna vez tienes un problema, por grande que éste sea, ponte unos cascos sin conexión alguna, en un lugar apartado, y escucha el silencio, verás qué pronto desaparece… ¿Tú me entiendes, verdad, hermano?».