La arquitectura sin traducción, o Ricard Bofill
Fallecido hoy a los 82 años, el arquitecto catalán fue un referente del posmodernismo y un pionero en la búsqueda de la conexión entre ciudad y memoria
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Hablar de Ricard Bofill supone invocar de inmediato el concepto de “posmodernismo”. Como ha reconocido, en numerosas ocasiones, el arquitecto catalán, el posmodernismo causó auténtico furor durante la década de 1980 para, con posterioridad, convertirse en un estilo, en una moda de la que solo cabía alejarse. Pero entendamos bien este extremo: el posmodernismo de Bofill llegó antes de su éxito internacional y permaneció después de su condena global. En su caso, no se trata de un término o una etiqueta que permita entender una fase de su obra, sino de un íntimo principio que ha guiado su producción desde el inicio.
Lejos de los postulados defendidos por Denise Scott Brown o Robert Venturi en el mítico volumen “Aprendiendo de Las Vegas”, el posmodernismo de Bofill surge como consecuencia de su reacción a la amnesia que invadió a la arquitectura moderna durante las décadas de 1920 y 1930. Después de la hegemonía de Mies van der Rohe y Le Corbusier, la historia quedó prohibida para la arquitectura. Si Le Corbusier arrancó a la ciudad de sus raíces y la erigió desde una tabula rasa, Ricardo Bofill quiso devolverla a la esencia de la cultura mediterránea. Con sus diseños, la ciudad recobró la memoria y adquirió profundidad temporal, volvió a formar parte de un relato milenario del cual había sido vaciada.
Es fácil derivar de esta primera consideración que si el objetivo de Bofill fue reconectar a la ciudad con su historia reprimida, entonces cada proyecto diseñado tenía que ser específico, basado en la materia identitaria del lugar en cuestión. Una de las ideas más insobornables de Ricard Bofill ha sido la de que la arquitectura no se puede traducir de un lugar a otro. Tratándose de una referencia mundial de la arquitectura, Bofill rehusó en todo momento definir un estilo, una fórmula exportable a cada rincón del planeta.
La repetición de esquemas mata la vida de la arquitectura, y le impide, de este modo, impregnarse con la heterogeneidad del territorio en el que se erige. En cierta medida, y casi sin pretenderlo, su obra se ha articulado como un imponente manifiesto contra la globalización, entendida como ese proceso que arrasa con el concepto romántico de cultura, y extirpa a la gente de sus raíces. Bofill persiguió la utopía de una arquitectura no homogeneizada, imbuida hasta el tuétano del carácter privativo del lugar. Cada cultura debía tener su propio modo de construir y de habitar.